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viernes, 19 abril, 2024

Manuel Puig: pionero, tirano y santo del #quédateencasa cinéfilo

El escritor villeguense tuvo uno de los primeros Betamax de América Latina y organizó su vida en torno a él. Creo una red internacional de proveedores de películas a los que llamaba «videoesclavos» y dejó una colección de 2.500 cintas.

De todas las efemérides tontas que se cumplen en 2020, algunas tienen algo de especial. Este año se cumplen cuatro décadas desde que el escritor argentino compró su primer reproductor de vídeos de formato betamax. «¿Te das cuenta? ¡Tenemos la vejez asegurada!», escribió Puig a su amigo Ítalo Manzi. Los siguientes 10 años, los últimos de su vida, estuvieron consagrados al acopio, tráfico internacional y consumo de cintas de beta. Puig tenía dinero y prestigio,aún era joven y vivía en Leblon, uno de los barrios más bonitos de Río de Janeiro, pero su vida se deslizó hacia un encierro que será muy inspirador para todos aquellos que en estos días de confinamiento viven obsesionados por tener algo nuevo que ver en sus pantallas.

La videomanía de Manuel Puig está documentada en el libro Varados en Río, de Javier Montes (Anagrama, 2016), que remite a Los vídeos de Manuel, el texto en el que Ítalo Manzi relataba su amistad con Puig y su obsesión compartida por el vídeo. Y también es fácil encontrar un texto académico, Tres modos de expectación: personajes femeninos y cine en Boquitas pintadas. Folletín, de Giselle Carolina Rodas, que incluye mucha información sobe el tema.

Un poco de información. Manuel Puig fue al cine por primera vez en General Villegas, su pueblo, en 1935. El cine se llamaba Teatro Español, la película fue La novia de Frankenstein con Boris Karloff y su acompañante fue su madre, Maria Elena Delledonne, Male, que, 50 años después, acompañó a Puig en su exilio en Leblón. Juntos, madre e hijo compartieron una dieta de seis películas a la semana: cuatro estadounidenses, dos argentinas y algún ejemplo suelto de cine europeo.

El impacto de aquella cinefilia fue enorme: el cine el núcleo duro de la obra y la vida de Puig. Sus novelas están llenas de escenas tomadas de películas del periodo de entreguerras que, en opinión del escritor, fue la edad dorada del cine. Y en su vida, cualquier amistad estaba condicionada por las películas compartidas, como se puede comprobar en el texto de Manzi. Muchas de las energías de Puig estaban consagradas a poder ver películas casi olvidadas o, en su ausencia, a coleccionar fetiches que lo consolaran por la belleza perdida y anhelada. Durante algunos años vivió en Nueva York, donde la cartelera de reposiciones era lujosa, pero, al mudarse a Brasil, Puig quedó huérfano de cine clásico.

Y entonces llegó el Betamax. En su libro, Javier Montes cuenta que el primer reproductor llegó desde Estados Unidos, que hubo que recogerlo en el aeropuerto como si fuera un jefe de Estado en visita oficial y que su piso (apenas amueblado y lleno de plantas) se convirtió en el «cinito de la calle Aperana». A partir de ahí, Puig se consagró a su Betamax: según Montes, organizó una red de proveedores que grababan películas de la televisión en Nueva York, Los Ángeles, Roma, Ciudad de México y París. Las copias llegadas de Italia eran las mejores. En sus viajes, Puig actuaba como un astuto vendedor de drogas. Regalaba aparatos de Betamax a sus contactos cinéfilo y, a cambio, los esclavizaba. De hecho, Puig se refería a ellos como «videoesclavos» y «esclavas» en sus cartas. Cuando viajaba para participar en algún encuentro literario, exigía que le presentaran a los mejores coleccionistas de vídeos de la ciudad a la que se dirigía.

Y como traficante/adicto, amplió su infraestructura: compró aparatos reproductores de VHS y de PAL, y creo una red de transporte que conectaba a la lejana Río con el resto del mundo: turistas que visitaban el carnaval, amigos que volvían a América desde Europa para pasar las vacaciones, paquetes enviados por correo… Sus gustos se hicieron casi retorcidos. A Puig, según cuenta Ítalo Manzi, no le gustaban las cintas vírgenes. Quería que el material viniese regrabado, quién sabe por qué. Además, se su interés era cada vez más selectivo. A veces, reclamaba a sus fuentes una escena concreta de una película. Lo demás no le interesaba.

La videoteca de Puig contaba, a su muerte, con 2.500 películas, según Giselle Carolina Rodes. Así lo explica en su artículo: «La variedad de títulos revela un criterio amplio a la hora de mirar cine. Sobre un primer relevamiento, se han identificado cintas de diversos orígenes:(11) a) Alemanas (mudas y sonoras); b) Italianas; c) Españolas; d) Películas de otros países europeos; e) Películas asiáticas; f) Norteamericanas (mudas y sonoras); g) Mexicanas; h) Argentinas; i) Brasileñas; j) Ópera, ballet y conciertos; y k) Videoclips y «variedades». En consonancia con la biblioteca, se reserva un espacio más voluminoso a las producciones de Hollywood de los años 20 a 50. El material dialoga con las preferencias del coleccionista que se cristalizan en el acopio de la producción de directores selectos (John Huston, Orson Welles, Alfred Hitchcock, Joseph von Sternberg, Max Ophüls, Ernst Lubitsch, etcétera) y de gran parte de la filmografía de las stars, como Rita Hayworth, Marlene Dietrich, Lana Turner, Greta Garbo y Gloria Swanson».

No es fácil encontrar estos días películas así en las plataformas de vídeo bajo demanda. Quién tuviese aquella colección y un viejo Betamax de la época. (El Mundo)