En gran medida, los pueblos de la provincia de Buenos Aires se movían al pulso de sus clubes, lugares de convocatoria donde se dirimían temas de interés para toda la comunidad.
El Club Sportivo fue el primero que resumió lo social con lo deportivo, cuando hace muchos, muchos años se fundió con el Club Progreso.
De allí en adelante acompañó fechas y festejos con jornadas de fútbol o los bailes de rutina o de gala.
En ese tiempo, los socios de este tipo de clubes eran sólo hombres y tácitamente, se consideraba socia a toda la familia, pero sin los privilegios del que era titular, como por ejemplo, la asistencia con voz y voto a las asambleas.
Pero apareció en ese panorama estructurado en forma asimétrica, una mujer tan pequeña como enérgica, la señora María Amelia Cardozo de Capuia, dueña de la famosa mercería “Fémina” de la calle Moreno al 600 (donde se encuentra ahora el Banco de Galicia) y donde su marido, Don Elias Capuia tenía una sastrería de calidad excepcional. Vestir un traje salido de las manos de este sastre no era un tema menor.
María Amelia formó la Comisión de Damas, que comenzó teniendo injerencia en temas sociales y se amplió hacia lo deportivo por los resultados positivos de sus intervenciones.
Dicho así, sin mayores explicaciones, “Comisión de damas” suena a frivolidad, a adorno, mucho más en el entorno entre los cuarenta y los cincuenta. Sin embargo lo nuestro era un auténtico trabajo, en ocasiones muy pesado.
Urgidas por las llamadas a cualquier hora de la señora de Capuia, organizábamos los eventos en la sede social o en la cancha, lavábamos y encerábamos los pisos, hacíamos grandes ollas de chocolate en las esquinas de la vieja cancha para los campeonatos, freíamos churros, cocinábamos tortas y empanadas sin chistar y oficiábamos de mozas entre la tierra que volaba implacable, empujada por un viento helado. No se reconocían obstáculos.
De todas aquellas actividades frenéticas nos han quedado anécdotas, algunas muy graciosas y la que recuerdo en este momento, se enmarca en una fiesta de la tradición a principios de los cincuenta.
Era común que los bailes importantes en fechas señaladas, como el 25 de mayo, el 9 de Julio, el Día de la Tradición, el Día de la Primavera, se hicieran representaciones ad hoc, la mayoría de las veces consistentes en bailes.
En esta ocasión unas veinticinco parejas bailamos un gran pericón un 10 de noviembre, cuyos prolegómenos se desarrollaban en los “camarines”, una serie de habitaciones que daban directamente al patio, donde nos vestíamos los artistas.
Era muy común que las chicas, siempre dirigidas por doña Amelia, ayudáramos a los varones a completar con cierta gracia sus atuendos.
En un rincón abarrotado de ropa y calzado, Martha Greig intentaba calzarle a Nelson Millán unas botas color beige, las únicas de ese tono entre los bailarines, sin ningún éxito.
El pie se resistía a entrar y los minutos corrían acercándose a la entrada triunfal con la severidad de la señora de Capuia pisándonos los talones.
Casi con desesperación, Martha le sacudía polvo para la cara en los pies y los golpeaba contra la pared, mientras repetía tenaz: “Son tuyas, te tienen que entrar”, hasta que se hizo el milagro y el bailarín dolorido y agotado salió al escenario.
Terminada la actuación volvimos a los camarines, rápidos para seguir con la fiesta sin los disfraces de paisanos y paisanas.
Más atrás, Nelson, alto y flaco y Raúl Cocchi, bajo y chiquito, venían rezagados. El primero en puntas de pìe y con una innegable expresión de dolor en el rostro y Raúl arrastrando penosamente los pies. Los dos con las mismas botas color beige.
¿Qué había pasado? En el apuro temeroso, Martha le había puesto a Nelson las botas número 38 de Raúl y Raúl, pensando que las que quedaban eran las suyas, se había calzado las número 42.
Para estos criollos improvisados el pericón fue un auténtico suplicio. A uno le dolían los pies hasta el límite de lo soportable y al otro se le hacía imposible levantar los pies del suelo sin que se le cayeran las botas. Algo que sólo puede pasar en una película cómica.
No quiero que se formen una imagen equivocada de quiénes eran María Amelia y Elías Capuia.
María Amelia, además de detentar una autoridad sin discusión, era la persona más buena y solidaria que se pueda imaginar y eso era, en gran medida, lo que nos llevaba a obedecerle.
Don Elías era un arquetipo del hombre culto, elegante, delicado, bondadoso.
No tenían hijos y tal vez con todos nosotros, reemplazaban ese lugar vacío a la vez que ofrecían su esfuerzo a toda la comunidad de Villegas.
*Raquel Piña de Fabregues cumplió 86 años el 7 de julio. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.