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jueves, diciembre 26, 2024
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MAESTRAS TODO TERRENO | por Raquel Piña de Fabregues*

Muchas de nuestras actividades de rutina como sociedad han seguido siendo las mismas durante décadas y décadas y esos «antes y después de», conforman bisagras que ordenan el año.
Una de ellas, tan importante para la organización familiar, es el comienzo y el final de las clases y la pausa menor de las vacaciones de invierno.

Yo, como todos los chicos de mí generación, fuimos producto de la vieja escuela sarmientina con raíces en la tradicional escuela normal, semillero de buenos profesionales a los que no se llamaba trabajadores de la educación, porque eran lisa y llanamente, maestros.

Es común que los jóvenes tengan una imagen equivocada y en ocasiones mentirosa de las jornadas escolares de hace unos setenta años.

Dice René Favaloro en su libro “Don Pedro y la educación”, título que elige en referencia al gran profesor Enrique Sánchez Ureña, que el Colegio Nacional, estrella de la educación secundaria de esa época, tan vapuleada por la crítica actual, tan simple en sus principios pero tan rica en valores, dio al mundo la mayor parte de los notables de Argentina en el mundo.

A esos genios de la cultura hoy sumamos su nombre.

En esa Argentina con tanto para hacer, los maestros de escuela primaria eran todo terreno.

No había un maestro de educación física, ni de manualidades, ni de música, designado para esos fines.

Cualquiera de las maestras que sabían música, se hacían cargo de tocar el piano, instrumento convocante alrededor del que se armaban todos los festejos, que se ensayaban en la última hora de clase.

En ausencia de una sala de música, los ensayos se realizaban en el aula donde estaba el piano.

Recuerdo muy bien que el salón de tercer grado de la escuela Nº 1, que daba a la calle, más espacioso que los demás, cumplía esa función, además de ser un pandemónium cuando le llegaba el momento de convertirse en camarín.

La sala del piano fue testigo mudo de chicos nerviosos, madres cargadas con bolsas de disfraces, pinturas y otras yerbas; maestras atareadas haciendo de maquilladoras, presentadoras, recibiendo y acomodando al público en el exiguo espacio del patio de ladrillo. Tan simple todo y tan importante a la vez.

Sin equipos de amplificación, sin efectos especiales de ninguna clase, el gran elemento infaltable era la “Banda rítmica”.

Para cualquiera de nosotros era un gusto y un orgullo tocar el rascador, o las maracas, o el xilofón, o los palillos.

De aquellos actos y fiestas inolvidables tengo en la memoria muchas cosas graciosas, otras agradables y otras no tanto, porque en medio de todo ese barullo siempre pasan cosas.

Lo que voy a contar involucra a mi familia en una mezcla de aplausos, orgullo y desastre.

En nuestro hogar de la calle Rivadavia teníamos unos vecinos que habían ido a ocupar la casa contigua a la nuestra cuando sus propietarios, los López Pardo se fueron de Villegas.

Era un matrimonio sin hijos de apellido Inchauspe y esa particularidad había hecho que la señora se hubiera apegado a mí y a mi hermana como si fuéramos alguna especie de sobrinas.

Tendría Helena unos seis años cuando, en el homenaje al Gral. San Martín un 17 de agosto, le tocó representar junto con Omar Rivero, un compañerito que además vivía en nuestro barrio, nada más y nada menos que el “Romance de las Bodas de Remeditos”.

De riguroso frac él y con un hermoso traje de dama antigua lleno de encajes y moños mi hermana, debían seguir con movimientos muy precisos y bien aprendidos, con los pasos de un minué, el contenido del largo poema de Arturo Capdevila.

Todo salió perfecto y ese fue el momento de los aplausos y el orgullo.

Pero…siempre hay un pero que viene a empañar las mejores cosas.

Nuestra amiga y casi tía de al lado, insistió para que Helena completara el atuendo de gala con un abanico de nácar y encaje que era de sus antepasados y una auténtica pieza de anticuario.

No aceptó el rechazo de mis padres que temían que algo pasara y acertaron, por supuesto.

Terminada la actuación, demasiado larga para las necesidades de estos pequeños artistas, la damita antigua voló al baño de la escuela que entonces no era más que un excusado disfrazado de otras cosa, con el abanico colgado de su muñeca y ¡Zas! la posesión de la señora de Inchauspe fue a dar al fondo del pozo junto con la alegría de toda la familia por la actuación de su bella hijita.

Esa misma noche y sin que nuestra vecina se enterara de nada, papá viajó a Buenos Aires y encontró, en un local ad hoc, otro abanico casi igual.

Y entonces fue cuando la dueña de ese tesoro manifestó su pena por las molestias que se había tomado mi padre, porque ya tenía pensado regalarle el abanico a la protagonista del “accidente”.

Tiempos simples de un pueblo entonces en vía de ser ciudad, tiempos de límites indiscutibles, tiempos de amistades incondicionales, tiempos felices de un mundo feliz.

 

*Raquel Piña de Fabregues cumplió 86 años el 7 de julio. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.