“Treinta mil toneladas de sorgo en el corazón del país”
Así comenzaba diariamente su programa de Radio Rivadavia Antonio Carrizo, el Flaco Carrozi, para los que lo conocimos como vecino, parte de una de las familias tradicionales de nuestra ciudad.
Corrían los años setenta y las toneladas de sorgo se apilaban en montañas de granos rojos frente al antiguo Molino Fénix como una muestra del potencial de nuestra tierra.
Igual que la fiebre del oro, la fiebre del sorgo no sólo modificó la producción agrícola y con ello una parte sustancial de la economía (lo que más tarde ocurriría con la soja), sino que fue partícipe activo en eventos culturales y sociales como la Fiesta Provincial del Sorgo que hasta 1991 se repetiría año tras año con repercusión en el resto de las provincias argentinas.
Para los villeguenses era todo un acontecimiento que duraba tres o cuatro días, durante los cuales la ciudad tomaba un ritmo más ágil y donde los stands y exposiciones de todo tipo se desplegaban en los lugares señalados, que no siempre eran los mismos.
Entonces la calma de rutina se quebraba con la presencia de grandes artistas que engalanaban los escenarios tendidos al aire libre en la plaza o en el parque.
La culminación de los festejos era la elección de la reina, en la que participaban representantes de entidades locales y de toda la provincia, algunas ya luciendo coronas de otras fiestas provinciales.
Este importante festejo anual se inició y cerró en paralelo con el boom y la caída de la producción sorguera en nuestra zona y, en 1992 la sustituyó la Fiesta de la Oleaginosa.
Hace treinta o cuarenta años Villegas era una comunidad pujante y en marcha merced a la actividad agropecuaria que como corolario, ponía de pie al comercio local, aunque es cierto que la industria seguía en flagrante minoría.
En los ochenta la instalación de la Aceitera Moreno pareció abrir otro rumbo al crecimiento local. Sin embargo hoy la fábrica se ha convertido sólo en un centro de acopio.
La fiesta del sorgo fue la oportunidad de que todos mostraran su capacidad de trabajo, su deseo de modificar la sociedad con ideas nuevas.
El campo, el comercio, las instituciones escolares, sociales, culturales y deportivas. Todos tenían su espacio en la gran vidriera.
Una de las cosas que no olvido fue la maqueta de la actual Escuela Técnica, que en ese entonces todavía funcionaba en la calle Belgrano, donde hoy se encuentran el CEAM y la Biblioteca Municipal y que realizaron alumnos del último año de Construcciones, entre los que se encontraba mi hijo y era una verdadera maravilla con la reproducción exacta de las calles con el alumbrado y la arboleda.
La exposición ese año se hizo en algunos locales y en las calles y esta preciosidad se exhibía en Belgrano entre Moreno y Rivadavia y, por supuesto, remató con un tormentón que puso en peligro el trabajo de los chicos, que no podían creer lo que les estaba pasando.
La elección de la reina del sorgo, parte culminante de los festejos, convocaba a distintas entidades que llevaban como candidatas a las jóvenes que las representaban.
Graciela Rizzolo Alcover fue la primera elegida y la última María Fernanda Bonelli.
Año tras año cambiaban los escenarios, se incorporaban iniciativas nuevas, pero lo que resultaba inmutable era la tormenta, que sí o sí se desataba como un invitado de piedra.
Nunca voy a olvidar el día que Fernando Bravo ofició de conductor en el gran palco montado en la plaza principal.
En esa ocasión las candidatas a reina ingresaron por la diagonal que desemboca en la esquina del Banco Nación, sobre el capó de automóviles conducidos por muchachos muy jóvenes, entre ellos mi hijo Juan José y mi sobrino Ricardo Zamperetti.
Carmen tendría entonces cinco años y Celina diez. Habían concurrido conmigo a la fiesta y estábamos escuchando cantar a Silvana Di Lorenzo en la plaza, cuando se lanzó una tormenta tremenda sobre la gente apiñada en el centro.
En medio del viento, el agua y los truenos y ante mi desesperación, desaparecieron las dos hermanitas Fábregues.
Calada hasta los huesos, asustadas y buscando ayuda, corrí hasta la casa de mis padres, a una cuadra del lugar de los festejos, donde encontré que con total decisión, habían llegado antes que yo y, por supuesto, estaban en mejores condiciones.
Hermosos recuerdos grabados a fuego por el gran amor que la mayoría de nosotros siente por el lugar que nos vio nacer o que en algún momento de la vida nos adoptó.
Ojalá que todo lo que se trabaje para nuestro entrañable Villegas tenga esa continuidad, ese espíritu de gente que ama su casa común por sobre todas las cosas y que los buenos o malos tiempos, nos encuentren unidos para capear la tormenta, de la que podremos salir indemnes o algo maltrechos, como salí yo de la plaza buscando a mis hijas.
Al final, sin duda, estará el premio.
*Raquel Piña de Fabregues cumplió 86 años el 7 de julio. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.