Ésta es la historia de nuestra breve estancia de un año en Mar del Plata detrás de tratamientos que mejoraran la condición de Rodolfito, el Negro, mi hijo especial que entonces tenía nueve años.
Y allá fuimos con nuestros cuatro niños. Bibiana, el Negro, Pichú y Celina, que tenía sólo tres años.
Fue una gran experiencia para todos y el paso por Cerenil, Cefa y El Portal del Sol fue muy útil, sin contar lo que la vida a puro sol y mar fue capaz de hacer con el Negro y con el resto de la familia.
Pichú, con sus escasos ocho años, todos los días, después del horario escolar, iba a pescar a Punta Mogotes con un muchacho vecino al que apodaban Pichi.
Lo cierto es que Pichi y Pichú se hicieron inseparables y el asma que había perseguido a mi tercer hijo por años, desapareció después de muchas exposiciones a la llovizna y el frío a la orilla del mar.
El tiempo invernal nos reunió los domingos en largos almuerzos, casi peñas villeguenses, que se remataban con las mujeres y los chicos dando caminatas por la rambla, mientras los hombres se quedaban pegados a la chimenea jugando al truco.
Nos sentíamos personas “grandes”, con tanto sobre nuestros hombros, cuando en realidad ninguno sobrepasaba mucho los treinta años.
El verano ese año empezó para nosotros en octubre, sin remojones en el mar pero si con mucho aire y sol, hasta que llegó la temporada del calor pleno.
Como todos iban a la escuela por la mañana, a la tarde bajábamos a la playa, a siete cuadras de casa, en una caravana a la que se sumaban los amigos del barrio, a quienes sus padres no podían llevar por los horarios de trabajo.
Ellos se portaban muy bien y yo me divertía mucho llevándoles la corriente.
Para esta cruzada tuve la suerte de contar con Carola Castillo, una hija de mi inolvidable Julia, que estaba con nosotros como una más de la familia.
Para las vacaciones de invierno, la tía Helena y mi sobrina Alicia Compagnucci estuvieron de visita.
Bajo una llovizna persistente fuimos al centro de paseo, para lo que tomábamos un colectivo en la esquina de casa.
A la vuelta, cuando Alicia fue a subir al ómnibus, no pudo cerrar el paraguas ni entrar al vehículo con él abierto. Sin amilanarse lo tiró al suelo y le pidió a un señor que pasaba en ese momento por la vereda que se lo alcanzara por la ventanilla abierta.
Hicimos todo el viaje con el paraguas del lado de afuera, por lo que resultamos el centro de todas las miradas.
Durante todos esos meses pasaron muchas cosas que originaron anécdotas graciosas, como el día que Bibiana tomó el colectivo equivocado por apurada con todos nosotros delante y fue a parar a Parque Luro, adonde yo tuve que irla a rescatar.
O cuando Pichú y los dos vecinos de su misma edad, cavaron un túnel por debajo del tapial del jardín trasero, muy grande y frondoso, sin que nadie se diera cuenta, hasta que los tres tuvieron una indisposición intestinal y confesaron que esa obra de ingeniería la habían hecho para comer durante la siesta la fruta del vecino, que estaba verde.
Tal como estaba organizada allí la iglesia, según polígono de influencia, nos tocó ser feligreses de la recientemente creada «Parroquia de Santa Ana”.
Ese año Pichú tomó la comunión y mi contacto con el párroco fue aleccionador. Era este sacerdote un chaqueño muy particular, que daba en la Universidad cátedra de Filosofía, una de mis grandes pasiones, y había hecho de su ministerio un lazo de unión entre vecinos.
Su visita era habitual y siempre llegaba con una sugerencia o un pedido puntual, que tenía que ver con la solidaridad.
Había descubierto que a mí me enganchaba fácil en sus proyectos y que nunca le diría no para trabajar en lo que fuese.
Se acercaban las Fiestas de Navidad y Año Nuevo y por primera vez íbamos a estar lejos de la familia, aunque no nos faltaban amigos de Villegas residentes en Mar del Plata: Cacho Reyna, Luisito del Valle, Jorge Dhal.
Por esos días el curita estuvo en el Hospital de Niños y quedó impresionado por la soledad de muchos de los chicos internados. Así que una mañana vino a contarme que iba a preparar un mini teatro con los asistentes al Catecismo en lo que nos involucraba a los padres.
Uno o dos días antes del 6 de enero fuimos todos. Chicos, padres, catequistas y voluntarios del barrio, cada cual con un regalo para los enfermitos.
Pichú, muy elegante, estaba vestido de Rey Mago con una casulla granate y dorada que le había mandado desde Villegas el inolvidable Padre Alfonso Wesner.
Llegado el momento de los obsequios, me tocó dar mi regalo a un nene de nueve años, edad del Negro en ese momento. Tenía parálisis cerebral. La monjita que lo cuidaba me contó su historia, tan triste como enternecedora.
Julio había sido llevado al hospital para la consulta con el neurólogo hacía más de un año y mientras le hacían las pruebas, padre y madre desaparecieron y no los pudieron encontrar nunca.
Los médicos se turnaban para llevárselo a sus casas los fines de semana y ya formaba parte de cada familia.
Hacía apenas unos días los componentes de un equipo de fútbol había visitado el nosocomio y esos hombrotes fuertes lloraron como pibes ante la soledad de Julio, la tristeza de Julio, que es la soledad y la tristeza de tantos como él.
Desde ese día se hicieron cargo de todos sus gastos y, como me contaba la religiosa, lo visitaban con frecuencia.
Las dos famosas caras de la moneda.
Han pasado muchos años, Rodolfo es un señor cercano a la tercera edad y del nene que jugaba en la playa abierto al sol y al aire yodado, quedan recuerdos como éste y el convencimiento de que todos estuvimos en rehabilitación de la mano de un curita sabio.
De él aprendieron los cuatro hermanos a agradecer más que a pedir y cuando Pichú tomó la comunión, ocasión en que se suelen recibir regalos de parientes y amigos, nuestro cura – profesor chaqueño rehízo la costumbre al revés. Fueron los chicos comulgantes los que agradecieron a quienes los habían acompañado, repartiendo golosinas.
Hasta hoy, que mi hijo ya es abuelo, se acuerda de aquel hombre bueno, sencillo, correcto, trabajador y sabio, que le hizo descubrir una iglesia práctica, cercana a la gente y ejemplo de virtudes, sin estridencias ni falsos gestos compasivos.
*Raquel Piña de Fabregues tiene 86 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.