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viernes, enero 3, 2025
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Día de la Mujer: «Retrato al pastel de hojaldre» | por Raquel Piña de Fabregues*

Voy a comenzar esta historia, que no pretende ser autobiografía, citando a uno de mis escritores predilectos. El único e irrepetible Enrique Jardiel Poncela:

«Nací armando el jaleo propio de esas escenas,
me bautizó la Iglesia con acuerdo a sus ritos
Y Aragón y Castilla circulan por mis venas
convertidas en rojo caldo de eritrocitos.
¿Cuál de estas dos regiones pesa en mi corazón?
Difícil descubrir la clave del misterio.
Tal vez pese Castilla cuando me pongo serio
y cuando me estoy alegre pese más Aragón…»
(De «Retrato al pastel de hojaldre»)

A diferencia de este genio del humor muy en serio, circulan por mis venas, desde la línea paterna, la dulzura y la bondad de mi abuelo gallego y la determinación inapelable de mi abuela argentina hija de franceses.

La línea materna aportó por su parte, la firmeza terca y laboriosa de mi abuela asturiana y el ansia casi desmedida de conocimientos de mi abuelo uruguayo hijo de franceses.

Como no podía ser de otra manera, a través de mis maravillosos padres, mi origen y las circunstancias de la vida, me hicieron sensible a las necesidades de los demás, terca como una mula y resiliente a los obstáculos, que grandes o pequeños, jalonan la existencia de cualquier ser humano.

De ese conglomerado de virtudes y defectos nació y perdura la pasión por la familia y la dedicación de cincuenta y tres años a la docencia, que comenzó a mis diecisiete años y culminó a los setenta y dos.

Mi generación tuvo la oportunidad única de evolucionar con un pie en el siglo veinte y otro en el que estamos transcurriendo.

Atravesamos las consecuencias de la primera guerra mundial, vivimos aunque de lejos, el horror de la segunda, fuimos espectadores muy conscientes de la paz armada y la guerra fría y todo eso, en lugar de perjudicarnos, moldeó nuestro carácter.

En medio de ese vértigo ¿cuál era el lugar de las mujeres entre los años treinta, cuarenta y cincuenta mientras nuestra infancia se hacía adolescencia y la adolescencia se convertía en juventud?

En mi recuerdo, el trabajo femenino fuera del hogar ya era cosa corriente, aunque con relevancia de los hombres en cuestión de jerarquía, un poco por la inclinación machista que era persistente y otro poco por el lugar de comodidad en que estaba instalada la población femenina.

Fue la locura bélica de 1939 a 1946 la que puso en escena a las mujeres, que tuvieron que ocupar lugares hasta entonces reservados para los hombres.

Mi hermana y yo aprendimos de nuestros padres que detrás de cada derecho hay una obligación y que cada uno es responsable de sí mismo.

Aprendimos que la vida es un entramado de relaciones familiares y sociales y que el egoísmo extremo o el olvido del amor propio no sirven para nada, porque para ser útil a los demás, hay que afirmarse como un ser individual y distinto.

Aprendimos que ponerse un objetivo es valioso, pero que en el camino de su prosecución las cosas pueden tornarse difíciles y hasta a veces heroicas.

Aprendimos que el valor de una vida, una sola, es inmensamente superior a los tesoros materiales.

Aprendimos a ser felices aún en medio del dolor, del que nadie se salva y siempre nos pone a prueba. Dios o el destino (que cada cual le ponga el nombre que crea conveniente), me han hecho el regalo de tener que superar barreras que parecían infranqueables y aquí estoy a mis casi 87 años, mirando el panorama desde arriba y sintiéndome yo misma en mis aciertos y mis grandes equivocaciones.

Aquí estoy, sin fortuna material pero amando cada segundo de cada hora, de los miles y miles de días que han compuesto mi historia, rodeada de mis hijos, mis nietos y mis bisnietos y las promociones de alumnos, a los que debo en gran parte haber hallado el secreto de la felicidad. Ellos estarán en mi corazón hasta su último latido.

Soy Raquel Piña Riverós de Fábregues. Nací y sigo viviendo en General Villegas, lugar que no cambio por ningún otro en el mundo, el 7 de julio de 1936.

Con todo ese bagaje de herencia y autoconstrucción, armé con mi esposo una familia numerosa de la que me enorgullezco.

Fui maestra rural, profesora de enseñanza media en el Colegio Nacional y en el Instituto María Inmaculada, donde en 1970 organicé la Biblioteca «Sor María Antonia de Paz y Figueroa», ejerciendo como bibliotecaria escolar hasta mi jubilación en 2008.

Fui Consejera Escolar en los ’80 y a mediados de los ’90 hice algunas incursiones por el periodismo.

Me considero una privilegiada por disfrutar cada instante de mi larga carrera docente de algo más de medio siglo y aquí voy a seguir, tratando de enseñar desde otro lugar con la terquedad que siempre me caracterizó.