Las casas no son más que edificios, más o menos grandes, más o menos bellos, más o menos suntuosos.
Ya sea en el campo o en la ciudad, cuando dentro de esas construcciones transcurre la existencia de un ser humano o la de toda una familia, la materia inerte cobra vida y cada suceso, cada emoción, cada recibimiento y cada despedida, queda para siempre adherida las paredes salvaguardando la memoria, abriendo el mundo maravilloso de historias compartidas como la que voy a contarles hoy.
Tenía Carmen apenas unos meses, Celina entre cuatro y cinco años, Pichú nueve, el Negro algo más de diez y Bibiana doce años, cuando en el setenta nos mudamos a la casa de Vieytes y Sarmiento, que habíamos alquilado al señor Vito, gerente de la usina al que le habían dado otro destino.
Era un barrio ideal, lleno de familias con chicos de todas las edades. Los Lafuente, los Rojas, los Juariste, los Villanueva, los Arrieta, los Ávalos, los Pinedo, los Monti, los, los Álvarez, los Fenocchio, en fin, una pandilla de amigos que estaban siempre juntos y una calle de tierra que cuando llovía se convertía en un lodazal que no conseguía separarlos, porque en esa situación salían a relucir las botas de goma .de todos los colores imaginables, que .terminaban siendo baldes que contenían el barro y el agua de las cunetas.
Ese entramado de lugares y gente era el paraíso de la aventura, con el Parque Municipal a pocas cuadras, la cancha de Eclipse a escasos metros y el único e irrepetible quiosco de Ricardo y Marcelina García, que como no tenían hijos, eran un poco padres de esta banda infantil, que allí hacía su provisión de toda clase de golosinas incluidos los helados.
Eran los mejores vecinos que alguien pudo tener y no creo que hayan sido olvidados por nadie de aquella generación.
En el caso de mis hijos, tenían muy cerca la casa de los abuelos y los tíos, razón por la cual iban y venían de allí sin cesar con algún amiguito a la cola.
Las veredas solían ser un enjambre de bicicletas y triciclos, chicos saltando a la soga o en aquellos veranos que pasaban ampliamente los cuarenta grados de temperatura ambiente, salían a relucir las mangueras. Nuestra casa tenía entonces una cochera peraltada de baldosas rojas brillantes y resbaladizas y la creatividad de los chicos la convertían en un tobogán que imitaba los de la pileta del balneario. Por allí se deslizaba de panza al suelo, toda una prueba de acrobacia.
En esos años se estaba haciendo la instalación de las cloacas y justo delante de nuestra cochera había un pozo de unos tres metros de profundidad.
Carmen era muy amiga de Elisa Villanueva y acarreaban los juguetes de una a otra casa en una vieja conservadora de telgopor.
Sin que nadie la viera, mi hija menor, que entonces tendría unos cuatro años, cargó sus muñecas y otros chiches y salió abrazada a la conservadora, que le tapaba la vista de lo que tenía por delante, rumbo a la casa vecina y aterrizó limpiamente en el fondo del pozo en el que había palas y otras herramientas.
La salvó el telgopor, que obró como un colchón y un albañil que estaba trabajando en el techo de una casa cercana, la vio y bajó con su escalera para rescatarla.
Salió de allí adentro blanca como nieve y hubo que darle un sacudón para que reaccionara del susto. No se hizo ni un rasguño y nada pasó de allí.
Celina era la compañera inseparable de Norma Lafuente y Popy Juaristi y Bibiana formaba un dúo impecable con Marta, la hermana mayor de Norma.
Como pasa siempre, los hermanos menores tienen un dejo de envidia por los más grandes, porque todavía no se les permiten hacer ciertas cosas que los otros ya hacen.
Cuando Bibiana se arreglaba muy coqueta para salir, Celina le decía: “Miren a la cuchi moderna, la rubia mireya”.
Pichú tenía y tiene, pasión por los autos y como el tío Mario vendía juguetes en su bazar, había armado toda una colección de autitos de carrera, reproducción exacta de los originales. Entre ellos El Trueno Naranja, de Pairetti, era su preferido.
Había observado muy bien a mi marido cuando manejaba y a la siesta, como nuestro dormitorio daba a la parte trasera del patio, ponía el auto en marcha y subía y bajaba de la cochera hasta que lo descubrimos.
Cinco años de la vida de una familia, que es lo que vivimos en Vieytes y Sarmiento con cinco hijos, no pueden traducirse en un espacio breve, porque más que a la memoria, en el momento de narrar, hay una apelación al sentimiento y cada hecho se convierte en una larga cadena de emociones difíciles de hacer a un lado.
Será por eso quizás, que cada vez que paso por allí siento que de algún modo y a pesar de que ha cambiado su arquitectura, su calle ya no es de tierra y muchos vecinos no son los mismos, sigue siendo un poco mi hogar.
*Raquel Piña de Fabregues tiene 86 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.