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lunes, diciembre 30, 2024
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Mis vecinos, los Alegre | por Raquel Piña de Fabregues*

El refranero popular dice que «Más vale un buen vecino que un mal pariente».
Nada más cierto. El concepto más ajustado de vecino describe a la persona que tenemos al lado, no sólo por la cercanía en el espacio sino por el acompañamiento en cada circunstancia de la vida.

El vecino te ve, te escucha y si es alguien al que le importás de verdad, va a llamar la atención a quien sea y corresponda en busca de auxilio cuando sea necesario.
Eso fuimos durante muchos años nuestra familia y los Alegre, la familia de enfrente, ellos muy jóvenes y nosotros no tanto.

Beto, Gilberto para los demás, fue mi muy buen alumno en el Colegio Nacional a fines de la década del sesenta junto con su primo, el inolvidable Rulo Alegre.
Dios sabe que no he olvidado a ninguno de mis discípulos, pero este fue un caso distinto.
El destino se propuso mantenernos cerca.

Primero a través de la amistad con mi cuñada Inés y su esposo Ñato Zamperetti, que tenían una auténtica pasión por los dos hijos mayores de Beto y Porota cuando vivían en la calle Belgrano al 300 y después cuando compraron su casa frente a la mía, en Paso al 500.

En ese tiempo y lugar, empezamos o continuamos una larga historia de hermandad.
Gustavo, Mariú y Cecilia eran los compañeros del Negro en las tardes de vereda, sobre todo Mariú, que como no le permitían cruzar sola, se desgañitaba llamándome para jugar con Rodolfito, porque además se extasiaba mirando las repisas del dormitorio de Celina y Carmen plagadas de muñecas de todo tamaño que habían viajado hasta ese lugar desde el bazar y juguetería del tío Mario Picco, y muchas veces Pichú hacía de chofer para dejarlos en la escuela.

A pedido de mi hermana Helena y yo, Porota y Beto terminaron dando clase en el IMI en las materias de su competencia: Educación Cívica, Historia y Ciencias Biológicas y allí volvieron a juntarse nuestros caminos cuando Celina fue alumna de nuestro joven vecino.

A lo largo de los años en que sólo nos separó la calle, compartimos situaciones festivas y de las otras y nos apoyamos tanto en la risa como en la pena.

La vida no es sencilla y mucho menos las personas, por eso tuvimos acuerdos y disidencias, por suerte no más allá de nuestras ideas políticas, porque así debe ser.

La uniformidad es la negación misma de la humanidad, la amistad es otra cosa y se guarda en un distinto lugar.

En esa cosa tan cotidiana no faltan las anécdotas, a las que soy tan afecta porque representan los pilares que sostienen la historia mayor, simplemente porque no se enraízan en la mente sino en el corazón.

No dispongo de tiempo ni espacio para contar más que algunas de las mil situaciones graciosas que vivimos en ese diario compartir, pero voy a hacer una selección lo más acertada posible, comenzando por lo más antiguo.

Hace uno treinta años, más o menos, los electrodomésticos no eran una cosa tan de rigor como ahora. Porota y yo teníamos exactamente la misma licuadora de la misma marca y sucedió que mientras a la mía se le había roto el vaso, a la de mi vecina se le había quemado el motorcito o viceversa, ese detalle no lo recuerdo bien. Habíamos solucionado el problema haciendo de las dos una cada vez que requeríamos su uso.

En una de esas idas y venidas Beto nos estaba observando hasta que se dio cuenta de nuestra componenda y nos dijo si no teníamos vergüenza de ser tan amarretes, que nos compráramos una cada una. En realidad, creo que lo hacíamos porque el juego era bastante divertido.

Cuando nació Cecilia, Porota tuvo algunos problemas y estuvo bastantes días en cama.
Cómo no podía ser de otro modo, se cumplió la Ley de Murphy y en ese momento la mucama se marchó. Así el señor abogado tuvo que hacerse cargo de los menesteres domésticos y yo trataba de ayudar en lo que podía.

Un día crucé, lo encontré lavando los pisos y en forma de chanza le dije: «Doctor, ¡esa no es tarea para usted!», a lo que Beto me respondió: «El matrimonio es un contrato viciado de nulidad por el amor».

Mientras tanto los dos Alegritos mayores saltaban por todos lados sin parar, sordos a los reclamos de su padre y Gustavo, con los dedos tapándose los oídos le gritó: «Es que desde que nos bañás vos no escuchamos nada porque nos lavás mal las orejas»

El Negro era por ese tiempo muy jovencito y estaba en franca rebeldía, un combo terrible sumando su discapacidad.
Tenía debilidad por andar en auto y era muy frecuente que saliera de casa y se subiera al Peugeot de Beto, que quedaba estacionado frente a la casa. No había manera de bajarlo hasta que lo llevaba a dar una vuelta.

Lo que voy a contar ahora ya ingresa en el tema de la política en el marco de la euforia de 1983 con la recuperación de la democracia.
Beto era entonces candidato a Intendente y las alumnas del IMI, entre las cuales estaba mi hija Celina, lo querían mucho, más allá de posturas políticas.

Una noche las más decididas le hicieron en casa una banda imitando la presidencial en la que se leía «Beto Intendente», y se la colgaron en la puerta cuando ya no andaba nadie por la calle.
Me olvidaba comentarles que la tal banda era en realidad una preciosa enagua de satén de mi ajuar de novia.

Pasaron muchos años. Yo soy vieja, mis vecinos son abuelos y muchos de los actores de aquel tiempo ya no están.
Pero no importa lo que pase en la superficie, la amistad siempre sale a flote, navegante de mares embravecidos.

Este aire fresco de la vida ha sido recogido por muchos poetas, entre ellos Rafael Alberto Arrieta.

Mi vecino, al pasar esta mañana,
me dio los buenos días y dejó en mi ventana
tres rosas de su huerto, fragantes, deliciosas,
húmedas de rocío.

Desde un cristal, las rosas,
cual tres imaginarias, ideales
cabezas fraternales,
sobre mi mesa asisten a mi trabajo.
Siento el solidario apoyo de su aliento
común, en que la idea se perfuma
de bondad y al surgir besa la pluma.

¡Oh, clara, fresca y suave compañía
que me hizo bueno en todos los actos de este día!
Pues fue mi corazón como una fuente,
pródigo, musical y transparente;

Fluyó de mis palabras recóndita dulzura;
Ni la violencia ni la crispatura
mancharon el espíritu o la mano
llenos del oro del cariño humano,
Y ¡oh noche!, en esta hora bella y santa
del ensueño, mi amor se aviva y canta.

Vecino: ¡si los hombres supieran obsequiarse
con rosas de su huerto al saludarse,
Si al pasar, como usted esta mañana,
nos dejáramos todos la flor en la ventana!
¡Cordialidad sencilla, propósito clemente,
comunidad viril en la belleza!
¡Armonía del músculo, la frente,
y la delicadeza!

 


*Raquel Piña de Fabregues tiene 87 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.