Cada vez que se habla de “modernizar” el derecho laboral desde posiciones libertarias, se hace necesario traducir con honestidad qué significa esa modernización. Detrás de expresiones como “mercado libre de trabajo”, “flexibilizar” o “eliminar rigideces” suelen esconderse ideas muy concretas: desarmar el derecho laboral protectorio, debilitar a los sindicatos, y restringir al máximo la huelga.
Es lo que ya intentó el Gobierno en el capítulo laboral del DNU 70/2023, hoy suspendido por la Justicia Nacional del Trabajo, y lo que se expresa en los borradores del nuevo proyecto que circula actualmente. Restringir los aportes solidarios y dificultar la recaudación de la cuota sindical no tiene otra finalidad que debilitar a los sindicatos (a lo que hay que sumar la demolición de sus obras sociales y la transferencia de recursos del sistema solidario de salud a las prepagas, ya en curso).
La idea de que casi todas las actividades importantes sean consideradas “servicio esencial” y establecer un servicio mínimo del 75%, apunta a que la huelga se vuelva inocua, y con eso sacarle cualquier poder de negociación a los sindicatos. Y todas las “reformas” relacionadas con el derecho individual de trabajo apuntan a restar derechos o suprimirlos, como por ejemplo el invento del trabajador “independiente” con “colaboradores”, sin protección de la ley laboral, que ya aprobaron en la “Ley Bases”
En los deseos más profundos del libertarismo, el trabajo vuelve a ser lo que fue al inicio del capitalismo industrial: un contrato individual entre partes formalmente libres, pero materialmente desiguales. No es una novedad vanguardista; es, más bien, un viaje de regreso al siglo XVIII.
Para entender qué podría pasar hoy si esos deseos prosperaran, vale la pena recordar qué ocurrió cuando el vínculo entre capital y trabajo se dejó librado casi por completo a la “libertad de contratación” y por qué, después de esa experiencia, el mundo terminó creando la OIT, reconociendo la libertad sindical y consagrando derechos sociales básicos en tratados internacionales.
El mito de la libertad contractual en los orígenes del capitalismo
En los siglos XVIII y XIX, la relación laboral se entendía como un contrato civil entre iguales. El Estado liberal clásico se limitaba a asegurar: la propiedad, la libertad de empresa, y la libertad formal de contratar.
En la práctica, eso se traducía en:
jornadas de 12, 14 o más horas, trabajo infantil y femenino sin límites, salarios de mera subsistencia, inexistencia de seguridad social, disciplina empresarial garantizada con despido libre y, muchas veces, con apoyo policial. No había derecho laboral. Los sindicatos estaban prohibidos. La huelga era delito.
El resultado fue lo que en su momento se llamó la “cuestión social”: pobreza masiva de la clase trabajadora, hacinamiento urbano, enfermedades, conflictos violentos y un clima de tensión permanente que terminó poniendo en riesgo la continuidad del propio orden liberal.
Le Chapelier, las “combinaciones” obreras y la huelga como delito
El liberalismo económico originario no fue neutral frente a las organizaciones de trabajadores. La lógica para el primer liberalismo (aunque en rigor deberíamos decir los Fisiócratas) era clara: cualquier intento de los obreros por concertar el precio de su trabajo era visto como una interferencia ilegítima en el libre juego de la oferta y la demanda; como corporativismo nocivo sobre el libre comercio.
Sobre esa concepción se dictaron normas como: las Combination Acts en Inglaterra (1799–1800) y la ley Le Chapelier en Francia (1791); que prohibían sindicatos y huelgas, tratándolos como delitos de conspiración.
En efecto, durante buena parte del siglo XIX la huelga fue un delito y la organización obrera, una asociación ilícita. No había negociación colectiva ni piso mínimo de derechos. El salario era un “precio” fijado unilateralmente por el empleador en un mercado lleno de trabajadores reemplazables, con un “ejército de reserva” de desocupados siempre disponible. El trabajador aislado sólo podía aceptar las condiciones preestablecidas o quedarse afuera.
La “cuestión social” y las primeras respuestas
Frente a ese panorama emergieron varias corrientes que coincidieron en criticar el capitalismo desregulado:
El movimiento obrero organizado, con sus vertientes socialista, anarquista o socialdemócrata, denunció la explotación y reclamó: jornada de 8 horas, salario justo, protección frente al despido, reconocimiento de sindicatos y derecho de huelga. Y pagaron con sangre el atrevimiento.
El pensamiento social cristiano, que a partir de Rerum Novarum (1891) empezó a hablar de justicia social, derecho de asociación obrera y deber del Estado de intervenir para corregir los abusos del capital.
El marxismo y las distintas variantes socialistas denunciando desde la doctrina y la acción política.
Los políticos que desde diferentes vertientes impulsaron políticas sociales de Estado, como el sistema de seguros sociales impulsado por Bismarck en Alemania, que introdujo seguros de enfermedad, accidentes y vejez: ya no como caridad, sino como derechos sociales emergentes.
La “cuestión social” fue el reconocimiento político de algo evidente: un orden económico que deja a la “libertad de contrato” resolver la relación entre capital y trabajo, sin contrapesos ni protección, termina generando una fractura social profunda que pone en jaque la paz interna y la legitimidad del sistema.
El giro del siglo XX: nace el derecho del trabajo
El derecho del trabajo no nació de un laboratorio de ideas, sino como respuesta jurídica a la cuestión social. Fue la manera de transformar un conflicto caótico en reglas civilizadas de convivencia. Entre los hitos más claros pueden mencionarse:
la limitación legal de la jornada laboral (las famosas 8 horas), la prohibición del trabajo infantil y la protección del trabajo femenino, los salarios mínimos, primero sectoriales y luego generales, los sistemas de seguridad social, las primeras formas de protección frente al despido arbitrario.
La idea central es sencilla y revolucionaria a la vez: La libertad contractual no alcanza cuando una de las partes concentra el poder económico y la otra depende de su salario para subsistir.
De allí surge la noción de orden público laboral: un piso de derechos indisponibles a los que ni trabajadores ni empleadores pueden renunciar, porque protegen no sólo a quienes firman el contrato, sino a la sociedad en su conjunto.
La OIT, la libertad sindical y los derechos sociales
En 1919, al término de la Primera Guerra Mundial, se crea la Organización Internacional del Trabajo (OIT): organización mundial en la que participan representantes de los trabajadores, de los gobiernos y de los empresarios. No fue un gesto altruista, sino una respuesta al temor muy concreto de nuevas revoluciones sociales si las condiciones de explotación continuaban (La revolución bolchevique en Rusia había ocurrido un par de años antes)
La Constitución de la OIT, y luego la Declaración de Filadelfia (1944), fijaron algunos principios que al día de hoy siguen vigentes: el trabajo no es una mercancía, la paz duradera sólo puede basarse en la justicia social, todos los seres humanos tienen derecho a perseguir su bienestar material y su desarrollo espiritual en condiciones de libertad y dignidad.
Más adelante, los Convenios 87 y 98 de la OIT consagrarían: la libertad sindical, esto es, el derecho de trabajadores y empleadores a organizarse sin interferencia, la negociación colectiva como instrumento esencial para fijar salarios y condiciones de trabajo.
Después de 1945, la comunidad internacional dio un paso más. Documentos como la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966) y el Pacto de San José de Costa Rica (1969), reconocen el derecho al trabajo, a condiciones justas, a un salario digno, a la sindicación y a la huelga.
En todos esos textos hay un consenso básico -al menos en el mundo occidental-: Un orden democrático requiere derechos sociales mínimos y libertad sindical, no como privilegios corporativos, sino como condiciones estructurales de vida en una sociedad más integrada y solidaria. Consenso que hoy parece estar resquebrajándose.
¿Para qué sirven, en la práctica, el derecho laboral y los sindicatos?
Más allá de los valores y de las cuestiones ideológicas, es importante recordar la función concreta que cumplen el derecho del trabajo y los sindicatos:
Corrigen el desequilibrio de poder en el contrato laboral.
Un trabajador aislado frente a una gran empresa es, de hecho, un contratante débil. La ley protectoria y el sindicato reequilibran esa relación.
Institucionalizan el conflicto.
El conflicto capital-trabajo existe. La alternativa no es conflicto sí o conflicto no, sino conflicto regulado o conflicto salvaje. La negociación colectiva, los procedimientos de conciliación y la huelga como mecanismo legal de presión, son formas civilizadas de tramitar tensiones que, de lo contrario, estallarían de modo violento.
Contribuyen a la estabilidad macroeconómica.
Salarios mínimos y convenios sectoriales sostienen la demanda interna. Por su parte, menos precariedad y menos rotación favorecen la inversión en capacitación y la productividad.
Son un soporte de la democracia.
Los sindicatos y los derechos sociales funcionan como contrapoderes frente al capital y frente al propio Estado. Sin ellos, la igualdad formal ante la ley conviviría con enormes desigualdades reales en la vida cotidiana; deviniendo en absolutamente abstracta la primera.
¿Qué pasaría si desmontáramos este edificio?
Volvamos al presente y a las propuestas de “modernización” que apuntan a: vaciar el derecho laboral protectorio, debilitar a los sindicatos y restringir la huelga hasta volverla inocua. En términos concretos, el panorama previsible sería:
Jornadas más largas y más intensas: sin límite legal y sin negociación colectiva fuerte, la presión competitiva empuja a trabajar más horas por el mismo salario, sobre todo en los sectores más vulnerables.
Caída de salarios reales: sin salario mínimo ni convenios, el salario tiende al mínimo que la sociedad tolere. La negociación se hace desde el miedo al desempleo, no desde la igualdad de fuerzas.
Precarización masiva: contratos temporales, falsos “independientes”, empleados “monotributistas”, trabajos de plataformas sin regulación, tercerizaciones sin responsabilidad.
Peor salud y seguridad en el trabajo: menos controles, más accidentes, menos cobertura, menos aportes a las obras sociales (que el gobierno está destruyendo sistemáticamente)
En síntesis, el trabajador quedaría nuevamente atrapado en la lógica del “aceptá lo que hay o quedate afuera”. Una lógica que la humanidad conoce bien atento lo sucedido en la etapa anterior a la construcción del derecho del trabajo.
En el plano económico, es probable que haya más ganancias de corto plazo para ciertos sectores, gracias a la baja de costos laborales; pero a expensas de una economía dual, frágil e injusta, con menor demanda interna, menor inversión en capital humano y -consecuente- menor capacidad de innovar.
Y finalmente, en el plano social, el cuadro tendería a: una segmentación más profunda, con una minoría de altos ingresos y servicios privados (seguridad y salud privados) y una mayoría atrapada en la precariedad: debilitamiento de la ciudadanía real, porque quien vive en la angustia permanente de perder su trabajo difícilmente pueda ejercer con libertad sus derechos políticos y civiles y fractura del lazo social y aumento del resentimiento. Y, en ese caldo de cultivo, un mayor riesgo de soluciones autoritarias que prometan restaurar orden o justicia, concentrando el poder.
No es libertad: es regreso a la etapa más dura del capitalismo
Si mañana desaparecieran: la jornada máxima, el salario mínimo de convenio, la negociación colectiva fuerte y el derecho de huelga efectivo; no se borrarían “privilegios” de los trabajadores. Desaparecería una muralla de contención de la cuestión social que la humanidad fue construyendo, a fuerza de conflictos, crisis, guerras y revoluciones, durante más de dos siglos.
Un orden sin derecho laboral protectorio y sin sindicatos eficaces no sería más neutral ni más libre. Sería, simplemente, un retorno a la fase más dura del capitalismo originario: con trabajadores más pobres, una economía más desigual y una sociedad más frágil, más violenta, menos solidaria y con menos igualdad real de oportunidades y de movilidad social.
En nombre de la modernización, nos están invitando a subirnos a una máquina del tiempo que no nos lleva al futuro, sino al pasado más áspero del capitalismo. Y ahí ya podemos imaginar qué nos espera.
*Adolfo A. Muñiz, villeguense radicado en La Plata, abogado UNLP, asesor de Sindicatos y Obras Sociales, Docente de Derecho del Trabajo en la carrera de Relaciones del Trabajo de la UBA.

