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domingo, diciembre 15, 2024
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A Charlone, con el cariño intacto de cuatro generaciones / Escribe: Miguel Hechem

A sus 63 años Miguel Hechem recuerda el Charlone donde vivió sus primeros 9 años. Lo recrea como era, aunque ha cambiado. Como si ese tiempo se hubiera detenido, con esos mismos lugares, personajes, olores. Inolvidable.

Biólogo, jubilado como docente, está radicado en Embalse, Córdoba. Escribió él, pero bien pudieron hacerlo sus hermanos: Jorge (65), desde Neuquén. Geólogo, recientemente jubilado; o Marina (60), psiquiatra en ejercicio de su profesión, desde Mar del Plata.

Hijos de María Rosa Castresana y Jorge Hechem (p), un pedacito de ellos sigue viviendo en Coronel Charlone. Abajo se puede ver fotografías de las distintas generaciones de la familia. A continuación, la narración de Miguel:

Charloneando…

30 de junio de 2020. Ciento doce años. Eso lo transporta a uno a 1908. Quiere decir que mi pueblo tenía solo un año cuando mi padre nació en Villa Saboya. Y casi medio siglo aquel 6 de marzo de 1957 cuando llegué yo a este mundo terrenal. Claro, quién si no Gabriel Fanín hubiese atendido el parto. Sala de primeros auxilios; era lo que había. Farías, enfermero y asistente. Los próximos nueve años, los primeros y significativos primeros años de mi vida iban a transcurrir en Charlone. Qué privilegio.

La memoria, mi único y falible auxiliar en este momento, quizás me juegue alguna mala pasada con el transcurrir de las líneas que se van acumulando despacio, a medida que aquella las libera de sus recónditos casilleros. Mis mayores, los que hubiesen sido fieles referentes, ya no están. Entonces no tengo otra alternativa más que dejar fluir, y que la inventiva sea la menor posible.

Charlone para mí significa mi niñez temprana, mi feliz infancia. Aún hoy habiendo doblado ya los sesenta, prefiero los pueblos chicos. Vivo en pueblo chico por elección. Mis hijos se criaron en pueblo chico. Pero ya no es lo mismo. Mi pueblo chico no tenía asfalto. Ni escuela secundaria. Ni clínica. Ni banco. Ni un pavimento que conectara su universo pequeño con el mundo grande exterior. Ni un centro comercial. Y solo unas horas por día de energía eléctrica; a las diez de la noche se detenía la usina y se “cortaba la luz”. Cinco minutos antes había un guiño en las lamparitas, señal para que aquellos que iban a permanecer levantados prendiesen el farol a kerosén, el “sol de noche”.

Charlone para mí significa la Escuela N° 11. Mi casa. Mi casa estaba en la escuela; era la escuela. Mi madre era la “señora Directora”, María Rosa Castresana de Hechem. Porque antes, en los pueblos la directora de la escuela era una institución. Ni siquiera me enteré cuando comencé primer grado, ¡si el patio de mi casa era el patio de la escuela! La hermosa galería de la escuela era toda abierta. Allí anidaban las palomas que se transformaban en un pasatiempo nocturno cuando con mi hermano nos entreteníamos, linterna en mano, encandilándolas. Todavía nítido tengo el recuerdo del aguilucho langostero embalsamado que presidía el hall de entrada. La escuela aún está. Señorial y bella. Mi casa ya no es una casa, las palomas, el aguilucho, doña Pancha, la vecina “de atrás”… ya no.

Charlone para mí significa apellidos que no volví a encontrar. Algunos aún van conmigo. Trecerríos, el bar. Velurtas; “Pitono” era el dueño de la tienda, “La Florida”. Roigé, que aún lo asocio con “la Sancor” y con mi maestra de primero inferior, Olga Paviolo de Roigé. Neselis, el taller y otra de mis “seños”, Raquel. Ricoy, la panadería. Vizcar, doña María, en cuya cocina solía deleitarme con pan tostado al horno. Eguaras, Descalzo, O´dwyer, Piorno, Zubelzu, Pironello…

Charlone para mí significa nombres que emergen sin esfuerzo de su aletargado estar en mis recuerdos. Parra es el sodero. Julio y Polín Castro, la carnicería. El Ñato y el Chilo los mellizos Gardini en el equipo del Club Atlético. El cantinero es Reyna. El cartero Ghirardi, y el zapatero Cándido. La ferretería es de Emeterio Martín. El colectivo verde y negro –creo que un Bedford- es de Álvarez. Don Paco Roigé es el artífice que engancha y combina clavijas en la central telefónica. Encarna y Elina se me confunden en sus roles de peluquería y costura, pero están tan asociadas a la memoria y nombre de mi madre que no puedo evitar nombrarlas. Fanín, Gabriel Fanín, es el médico de todos. Sus tupidos bigotes y su afición por los autos perduran en mí. Carlitos Echeverry, Tilincha Calderón, José Luis Castro… nombres de amigos de antaño. Y las maestras, mis “tías”. Olga y Raquel, ya nombradas. Susana Cortés. Marta Trojaola, Leti Zapata.

Charlone para mí significa una plaza frente a mi casa con hamacas que me llevaron arriba y abajo en esos vuelos de niñez y que dejaron una imborrable cicatriz en mi pómulo izquierdo. Una plaza con canteros de bajos cercos donde cazábamos lagartijas y espantábamos “dormilones” que transcurrían allí su reposo diurno. Una plaza que, de la mano de mi padre, solíamos cruzar en diagonal cuando volvíamos del Club.

Charlone significa para mí el cine en el club. La fiesta anual en Sancor para el día del cooperativismo. La primera comunión de blanco inmaculado. Las historias de mi familia paterna. Los amigos de mi padre, burreros de ley y parroquianos de larga estadía en mesas de bar. La ceremonia recurrente del cementerio en el Día de los Muertos, cuando medio pueblo se encontraba allí, mitad a lustrar bronces y ornamentar con flores nuevas, mitad a sociabilizar con vecinos que habrían visto ayer o verían mañana, con poco de nuevo para decirse pero con mucho para compartir.

Regresé a Charlone en 2014, con esposa y mis dos hijos veinteañeros. Y en 2016 con la triste misión de obtener documentación de mis padres en ocasión de la muerte de mi madre. Volví a pisar la galería de la escuela y las dependencias de la que fuera mi casa. Volví a comprar galleta en “lo de Ricoy” aunque ya no fuese de Ricoy. Me senté en el club y tomé café. Y respiré su aire de medio siglo atrás cuando era un niño. Y visité a mis abuelos en el cementerio. Y recorrí el largo andén con la satisfacción de encontrar la vieja estación aún como tal. Y les conté a mis hijos todo lo que pude, como si eso fuera posible…

Mi familia dejó Charlone cuando yo cumplía los nueve años. Por entonces yo ignoraba que mi abandono no sería correspondido. Fiel, mi pueblo hizo todo lo contrario, y continuó conmigo.

A Charlone, con el cariño intacto de cuatro generaciones,

Miguel Hechem

hechembalse@gmail.com