En una nota para el portal «Infocielo» y titulada «Manuel Puig fue un chico de pueblo», Raquel Piña recuerda al genial escritor villeguense.
La pluma de la docente, bibliotecaria y amiga de la infancia de Puig, se remonta a aquellos años en los que Manuel no era el gigante literario consagrado por el mundo entero, sino el amigo con el que compartió una infancia feliz.
La historia de Raquel, de su hermana Helena (que era compañera de banco de Manuel en la escuela) y del gran escritor villeguense fue narrada por la propia Raquel en el documental «Regreso a Coronel Vallejos», de Carlos Castro.
A continuación, Actualidad comparte la nota «Manuel Puig fue un chico de pueblo»:
Desde que mi amigo Coco se convirtió en el gran Manuel Puig, para el mundo literario y también para sus muchos y comunes lectores ocasionales, yo misma, que no recuerdo mi infancia sin su presencia, me he preguntado quién era realmente este chico de bello rostro, amplia sonrisa y pelo brillante, que llevaba dentro de sí desde siempre, esa enorme capacidad de observar, analizar y reproducir, desde lo más sutil de la escritura, todo lo que sucedía a su alrededor.
¿Qué cosas bullían en esa cabecita privilegiada por dentro y por fuera, siempre en competencia con otra cabecita tan privilegiada como la suya, la de mi hermana Helena, su compañera de banco en la vieja Escuela Nº 1 que sigue allí, frente a la plaza principal, testigo mudo de los primeros años del que habría de ser un escritor estrella y de muchos otros que marcaron rumbos en el mundo desde distintas actividades?
Y no lo digo como un detalle, sino para dejar bien sentado que Manuel, “Coco”, no sufrió una infancia casi salvaje en un pueblito perdido en la pampa como muchos creen.
Teníamos buenas instituciones educativas, buena biblioteca, buen cine, clubes deportivos, y vivimos una niñez sin aburrimientos, aunque sí con espacio para el ocio.
Lo cierto es que estos pequeños genios, mi hermana y Coco, se amaban en la diversidad y por la misma razón vivían discutiendo.
Manuel en su mundo de letras y música, Helena inmersa en su pasión casi obsesiva por la matemática.
Allí, en medio de esa amigable controversia, o tal vez a un costado, estaba yo, más chica, no tan genial, pero con los mismos gustos artísticos de nuestro amiguito, mi compañero de las clases de piano de la inolvidable Luisa Sdrubolini en el “Conservatorio Chopin”, donde muchas veces tocábamos a cuatro manos, yo con los pies en el aire porque mi escasa altura no me dejaba llegar al piso.
También compartíamos largas siestas de verano, panza al suelo en el living de mi casa, revisando una y mil veces la “Pinacoteca de los genios”, que los dos coleccionábamos en fascículos.
En aquel mundo sin televisión ni internet, los chicos teníamos en cambio nutridas bibliotecas particulares y la compra de libros más que una necesidad se sentía como una obligación.
A muy temprana edad habíamos llegado a los clásicos mezclados con literatura infantil y ese compuesto heterogéneo fue el responsable de nuestra cultura general nada despreciable.
Así ubicado Manuel Puig en el Villegas de los años cuarenta y establecido el lazo de amistad que nos unía, hay que abrir las puertas del hogar para conocer al niño prodigio desde adentro.
Coco fue hijo único durante el mayor tiempo que compartimos los días con él en Villegas. Carlitos llegó cuando pisaba la adolescencia. Eso le daba ciertos privilegios pero también lo privaba de la experiencia insustituible de los hermanos cerca en tiempo y espacio. Tal vez esa fuera la razón de que disfrutara perteneciendo a nuestro grupo familiar cuya palabra de orden era cariño, cariño y más cariño y también reglas claras donde la autoridad indiscutible era la de mi madre y mi padre.
Malena Delledone de Puig era una mamá fuera de serie y sentía una absoluta devoción por su hijo, que la correspondía de la misma manera. Hermosa, culta, amable y sonriente, regenteaba una farmacia del barrio y tenía una especial predilección por Helena, lazo que las unió en la distancia y a través del tiempo.
Guardo los mejores recuerdos de la casa de la calle Rivadavia, junto a la fraccionadora de vinos de la que Baldomero, el padre de Coco, era socio. Allí desplegábamos el pueblito de juguete que abarcaba toda una habitación para convertirlo en el escenario de diversas interpretaciones con pretensiones de teatro.
Por supuesto Manuel era el guionista, el director y mandamás en cada detalle, tan exigente como irónico para hacer las observaciones de rigor.
En retrospectiva me veo en el papel de Cenicienta y recitando tímidamente bajo la mirada crítica del futuro novelista “Mis hermanas van al baile, al gran baile del gran Rey”.
Muchos años después y en ocasión de la enfermedad muy grave de uno de mis hijos, Coco me mandó una carta desde Brasil donde me decía “Lo lamento mucho, pero lo vas a superar porque tuviste una infancia de lujo. ¿Te acordás Raquel?” Y citaba palabra por palabra el guión de “La Cenicienta”.
Así era él, maestro de la ironía, tan filoso como un cuchillo cuando quería y tan capaz de guardar en su corazón lo que él llamaba lujos y que no era ni más ni menos que el tesoro de afectos que había ido acumulando en su niñez.
Mi hermana y yo solíamos juntarnos para ver las entrevistas que le hacían por televisión cuando ya tenía renombre mundial y en una oportunidad, rostro serio y conmovido, para nuestro asombro desgranó una serie de mentiras que el periodista creyó punto por punto.
Helena, tan amiga del pensamiento exacto en los límites estrictos de la realidad, se puso furiosa y descargó su indignación por la única vía a mano, el teléfono.
Coco no se enojó sino que, largando una de sus carcajadas, le confesó que se había divertido mucho observando las reacciones de su entrevistador y que era algo que solía hacer habitualmente.
Por eso es que, durante las “Movidas de Puig”, que se hacen en nuestra ciudad a partir de su muerte, frecuentemente he disentido con sus críticos que terminan pensando que alucino, entre ellos José Amícola, que después de escucharme un largo rato en la soledad de un cuarto interno de la Biblioteca, acabó llorando porque acababa de conocer a un Manuel para él desconocido.
Cualquier escritor pone su impronta en sus obras porque en mayor o menor medida, lo que plasma en el papel o en el ordenador es la experiencia de vida, única, irrepetible e inmodificable.
Esta condición de la creación literaria fue la punta del ovillo de escándalos que se registraron en General Villegas – Coronel Vallejos, cuando la novela “Boquitas Pintadas” salió a la luz. Antes ya habían aparecido personajes reconocibles en “La traición de Rita Haywoorth”, en cuya trama era fácil encontrar a mi hermana con el nombre de Alicita.
Pero esta vez fue diferente. La historia folletinesca de un pueblo del oeste bonaerense tenía mucha tela para cortar y muchas figuras para reconocer, no siempre con salidas airosas.
Y ahí anduvo otra vez el teléfono en dirección contraria, o sea de Coco a nosotras, para preguntarnos si era cierto que se había armado un gran revuelo, porque en realidad lo que él había hecho era componer cada personaje con rasgos mezclados de personas reales.
Sea cual fuere la verdad de sus intenciones, para ver el estreno tuvimos que viajar a Cuenca, una localidad entonces muy pequeña a unos treinta kilómetros de Villegas, porque durante un tiempo y mientras duró esa especie de ofensa colectiva, la proyección de lo que se creyó una autobiografía estuvo prohibida por las autoridades locales.
Tengo en mi poder unas cuantas cartas que le enviaba a Helena con más frecuencia que a mí, donde nos fue describiendo cada paso de su trayectoria a partir de su permanencia en Europa cuando sólo era una muchacho muy joven que se quería abrir paso como director de cine y que terminó siendo guionista, el primer escalón que lo catapultaría a la fama como un novelista de excepción, al que su propia terquedad original le había hecho seguir un camino inverso.
Es común que los novelistas lleguen a guionar piezas de cine o teatrales.
Nuestro Coco Puig no podía, por supuesto, hacer lo que hace la mayoría y se convirtió en un arquetipo de la novela del siglo XX, de tal modo que uno de sus críticos expresó que la narrativa del siglo pasado iba por dos avenidas: o Borges o Puig.
Cierro esta semblanza rápida de “mi amigo Coco”. Y no he hecho mención de su muerte, porque se ha quedado con nosotros para siempre en cada palabra, en cada alusión graciosa o irónica, en cada demostración simple de cariño que tuvimos la gracia de recibir de su parte.
¡Eterno Coco!