Quienes ahora peinan o empiezan a peinar canas pintadas o abiertamente sinceras, en algún tramo de su vida fueron escolares y estudiantes de la franja etaria que sostuvo con su presencia los actos patrióticos y eventos locales.
El desfile fue el invitado infaltable y era además un compromiso y la oportunidad de lucirse en una suerte de competencia que abarcaba diferentes instituciones locales y las escuelas con los correspondientes profesores de Educación Física a la cabeza.
El desfile era el eje central de la fiesta de la independencia cada nueve de julio, más allá del acto.
A la concentración asistía una delegación de cada escuela y en la mayoría de los casos el resto de las instituciones locales enviaban sus banderas.
Los días de desfile se convocaba a todo el alumnado y el acto inicial era el solemne Tedeum, en el que estaban presentes las banderas y una delegación por cada una de ellas, mientras las filas de chicos, que parecían no terminar nunca, se alineaban semi congelados esperando el final de la ceremonia para asistir en las mismas condiciones térmicas, al acto central que se desarrollaba en el centro de la plaza principal.
Pero la cosa no empezaba ahí. Por lo menos un mes antes los profesores de Educación Física ponían manos a la obra y daban comienzo los ensayos, que en muchas oportunidades nos salvaban de alguna materia incómoda porque no habíamos estudiado y eso eran vitaminas para marchar con entusiasmo.
Aunque cada profesor pertenecía a un colegio en especial, algunos más decididos y expertos en desfiles dirigían al total de los marchantes, incluida la policía.
Mientras el Colegio de Hermanas, y las demás escuelas ensayaban alrededor de la plaza, el Colegio Industrial lo hacía por la calle Alvear y rodeando la plazoleta de la estación. Un espectáculo de anticipación que llevaba como generales muy severos a Jorge López y Gladys Contratti, arquetipos de profesores idóneos, efectivos y responsables.
Gladys con el Colegio María Inmaculada, Jorge con el Industrial, Arturo (el Negro) Navarro y Titi Codutti con el Colegio Nacional, hicieron historia en los anales de la educación villeguense.
Mis hijos alcanzaron a participar del rito de los ensayos y allí voy a arrancar con la primera anécdota.
Estaba Celina en la escuela primaria con unos diez u once años, cuando cerca del 9 de julio le tuvieron que operar un pequeño tumor que le había salido encima del talón y la recomendación era que no caminara porque la herida era profunda y difícil de cerrar. Por esa razón iba a la escuela en auto y su papá la llevaba alzada hasta el mismo banco del aula donde permanecía sin salir al recreo.
Hasta que llegó el día del primer ensayo, al que nadie quería faltar y al que Celina no podía asistir.
Decir que no debía fue lo correcto, pero cómo hizo para escapar a la vigilancia de la maestra, que estaba ocupada con su grupo, nadie lo supo jamás. Lo cierto es que alguien me avisó que mi hija estaba marchando enérgicamente y mojándose además porque estaba lloviznando.
Por supuesto que la herida se abrió y como si tuviera la culpa, yo tuve que encararme con un Dr. Garbarino furioso que no entendía o no quería entender cómo había pasado tal cosa.
Es muy cierto aquello de que “Genio y figura hasta la sepultura”. Y por fin entre bombos y platillos amanecía el Día de la Independencia.
A pesar de la solemnidad del momento que congregaba a mucha gente, imagínense ustedes a cientos de niños y adolescentes juntos en un mismo sitio buscando, casi sin darse cuenta, algún motivo de diversión, situación de la que no escapaban ni siquiera los alumnos famosos por su comportamiento ejemplar, listos a pescar un detalle, un gesto, un movimiento que en un entorno tan respetuoso quedara fuera de tono.
De estos días de celebración nos han quedado historias muy singulares, que viví en mis días de alumna de la escuela Nº 1 y del IMI y otras de los días escolares de mis hijos. Mis nietos han vivido otro tiempo con otras costumbres.
El tedeum siempre fue una especie de tortura para los abanderados y escoltas, que quedaban expuestos durante el largo ritual, la mayoría de las veces sin saber cómo seguir cada una de sus partes que iban acompañadas con distintos movimientos: subir la bandera, volverla al tahalí, apoyarla en el piso.
El IMI actuaba como bastonero y todos seguían servilmente lo que hacían porque la misa era para nosotros una obligación dominguera que sabíamos de memoria.
Debo confesar que este pequeño gran detalle nos hacía sentir objeto de alguna clase se prestigio y dueñas de la situación.
Sin tener en cuenta la opinión de cada uno sobre lo positivo o negativo del desfile como homenaje, lo cierto es que todos lo esperábamos con ansiedad porque nos gustaba desfilar o ver el paso de las hileras perfectamente delineadas, a la vez que evaluábamos qué grupo había estado mejor, cuáles habían sido las escuadras que giraban en ángulos perfectos formando una recta perfecta, especialidad de Jorge López y Gladys Contratti, dos grandes que dejaron un recuerdo imborrable que se aviva y brilla cada vez que suenan los acordes de “La avenida de Las Camelias”.
*Raquel Piña de Fabregues cumplió 86 años el 7 de julio. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.



