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sábado, diciembre 14, 2024
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Trenes en el corazón | por Raquel Piña de Fabregues*

¿Era aburrido el Villegas de los cuarenta y cincuenta? ¿Qué hacíamos en los fines de semana y los feriados?

Muchas veces me lo han preguntado, no sin un dejo de ironía, algunos chicos de ahora, de este siglo XXI demasiado lleno de cosas para matar las horas libres, como los jueguitos electrónicos, el celular, la tablet, la compu, toda la tecnología al servicio de la distracción.

Empecemos por describir cosas que nuestros adolescentes de ahora no conocen porque ya no están.

Un primer tema: Las vueltas en la estación de trenes.

Así como se la ve de inerte, quieta, la estación era un sitio en perpetuo movimiento, ya que, sin contar los trenes de carga, que cumplían casi el total del transporte de mercaderías desde distintas partes del país haciendo empalmes entre líneas, los trenes de pasajeros pasaban más de una vez al día.

La estación del Ferrocarril Belgrano, La Trocha, llamada así porque los trenes que circulaban por esa línea eran de trocha angosta, le dio nombre a la barriada tan importante que hoy casi tiene vida independiente.

Sobre la calle Alvear, en el centro, la estación del Ferrocarril Sarmiento, antes Ferrocarril Oeste, no sólo cumplía su función de transporte de mercaderías y personas, sino que era el paseo obligado de los jóvenes, que se reunían allí a la llegada de los trenes de la tarde y la noche aunque no tuvieran a nadie que despedir o a quien dar la bienvenida.

Esa estación de arquitectura tan particular, fue el escenario del comienzo de muchos noviazgos, una segunda “vuelta al perro”. La primera transitaba la calle Belgrano entre Moreno y Rivadavia y la calle Moreno entre Arenales y Belgrano, lugar en que se concentraban la mayoría de los grandes negocios y las confiterías, no muy distinto a lo actual.

Las veredas eran de doble mano así como el andén de la estación. Las chicas en un sentido y los muchachos en otro, tanto como para provocar encuentros que parecieran ocasionales y así se escribía la historia.

¿Anécdotas? En profusión. No me alcanzaría este espacio para contar sólo una parte, pero voy a intentar narrar alguna, ahora que pueden imaginarse la situación.

Viajar por el tren de Trocha era toda una aventura. Las vías angostas y los coches, tan angostos como las vías, al estar en marcha, provocaban un permanente bamboleo muy cansador.

Perdido en la pampa de morenitas y cardos rusos, el trencito corto, que vomitaba humo de su chimenea alta y cabezona, parecía una estampa del Lejano Oeste.

Siendo alumna de segundo años secundario, mis padres se hicieron cargo de la tutoría de Martha Greig, una chica de mi edad oriunda de esa localidad que había ingresado al pupilaje del Colegio de Hermanas.

Casi todos los fines de semana Martha y yo viajábamos a Cuenca en el trencito en cuestión y soportábamos estoicamente el balanceo de rutina.

Cuando volvíamos a Villegas el domingo por la noche, la señora de Greig, que cocinaba como los dioses, nos cargaba con sus obras culinarias. En la ocasión llevábamos un frasco de un kilo de dulce de leche que prolijamente acomodamos en el porta equipaje.

Nunca imaginamos que el zarandeo iba catapultar el dulce hasta la cabeza de uno de los pasajeros, que además de sufrir un importante golpe, no se podía dar cuenta de lo que le había pasado y llegó a destino mareado y con un importante chichón, mientras nosotros dudábamos entre reírnos, ponernos a llorar o escondernos.

El escenario de la estación del Oeste, en la calle Alvear, era diferente. Por su ubicación era un paseo obligado y su andén se poblaba de gente, lo que algunas veces hacía difícil la circulación.

Una de esas noches, un viajante de ferretería de nuestra ciudad, muy conocido por todos, de complexión recia y fuerte, que hacía su recorrida de ventas por ese medio de transporte, apareció justo en el momento en que el tren estaba por partir, y para aligerar la carga mientras sacaba boleto, le pidió a un flaquito que estaba asomado a la ventanilla que le subiera su maletín de muestras y sin más se lo alcanzó.

Pero el resultado fue catastrófico, porque la valija pesaba muchos kilos por la clase de material que contenía y en lugar de ascender al interior del coche, el que salió de cabeza al andén fue el pobre muchacho al que abarajaron antes de que se estrellara en el piso.

¿Accidente o broma pesada? Todos optamos por la segunda respuesta.

Con la desaparición del tren no se perdió sólo un medio de transporte, se perdió todo un folclore al que se sumaba la presencia en la estación de la casa del Jefe y por ende de toda su familia.

De mi infancia y mi adolescencia el jefe de estación que más recuerdo es el señor Motta, un hombre pequeño pero que se hacía gigante por la autoridad con que se plantaba.

Gente muy querida que se ganó nuestro aprecio palmo a palmo. Los trenes eran parte de nuestro corazón.

 

*Raquel Piña de Fabregues cumplió 86 años el 7 de julio. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.