Una pregunta muy frecuente que los más jóvenes hacen a los adultos mayores como yo, por no decir viejos es ¿cómo era Villegas antes?
Y no es tan fácil de contestar, porque esperan una respuesta que debe caber en el concepto acotado por el presente y desde ese lugar es distinta la perspectiva de aquel pueblo, más chico, menos ruidoso, pero vital y en marcha.
En 1906 se instaló en Rafaela, provincia de Santa Fe, la fábrica de lácteos de la firma irlandesa «River Dairy» y se expandió llegando años después a nuestra ciudad, para instalarse en la calle Arenales al 400, dónde se había establecido el Supermercado Arenales en sus inicios.
Nuestro Pago Chico tuvo industrias: El «Molino Fénix», la metalúrgica «Tres Arbolitos», la Jabonería de Lagraba, la fábrica de manteca «La Pampeana», un desprendimiento de la River Dairy.
El vendedor callejero de los productos de «La Pampeana» era un tipo de español clásico que yo identifico con mi abuelo José.
Delgado, bajo, aunque no sé si esa calificación era debido a su altura o en realidad caminaba agachado y marcando las diez y diez con los pies.
Arrastraba una enorme canasta de panadería no sin esfuerzo, mientras iba gritando: «Mantequilla!, Mantequilla!», pregón que había sustituido su verdadero nombre. No recuerdo bien, pero creo que se pellidaba Pérez. Era diligente y cascarrabias.
Recorría las calles llamando además en las casas donde hacía ventas habituales de manteca y otros productos de la firma que no se elaboraban en Villegas.
La manteca recién hecha era una especie de privilegio en tiempos de poco o nada de conservantes, porque otras marcas de venta en la localidad, como la «Tulipán», llegaban rancias al mostrador del almacén.
El escenario preferido para nuestros juegos era la vereda, restringida casi siempre por mandatos paternos y maternos al clásico “de esquina a esquina” y en esos breves cien metros se pergeñaban las cosas más inverosímiles en el amplio terreno de la imaginación.
Este personaje típico en el acontecer diario de Villegas era un motivo para que la bandada de aprendices de bandoleros nos ensañáramos con él sin ninguna intención de hacerle daño, con nuestra inocente y a veces torpe crueldad.
Detrás de Mantequilla marchábamos un conjunto, sin distinción de género, chicas y chicos, que remedábamos su pregón e imitábamos su andar extraño por el peso de la canasta. Sabíamos que era muy fácil hacerlo enojar y cuando lo lográbamos el juego terminaba, sin medir lo que nos esperaba en casa si alguno de los adultos nos había visto.
Fueron pasando los años, la fábrica cerró sus puertas y un “Mantequilla” más viejo y encorvado siguió recorriendo las calles, con frío, con calor, con lluvia o con sol, transportando otros productos, en ausencia de aquellos pancitos de 200 gr. de manteca prolijamente envueltos en papel encerado blanco con timbre comercial rojo vivo, mientras la industria láctea se iba perfeccionando y todo empezaba a llegar fresco a los hogares, aún después de muchos días de su elaboración.
Era yo toda una señorita maestra y a pesar de que las cosas cambiaban sin pausa y había menos niños jugando en la vereda, en la parte céntrica de la calle Moreno, una traviesa sin remedio de unos seis años, pícara y redondita, con su cabecita llena de rulos apretados, comenzó a reditar las rutinas de antes y cada vez que nuestro vendedor aparecía en su cuadra, lo seguía caminando como él y gritando con su misma tonalidad españolísima: “¡Mantequilla, mantequilla!”
Hasta que un día ardió Troya y el pobre hombre, cansado de aguantarla, se dio vuelta y encarándose con ella, que había quedado petrificada ante la reacción, la miró fijo y no sabiendo que insulto inventar para un oponente tan infantil, le dijo: “¡Gorda, mira que eres gorda!”.
Ese cierre casi desesperado desató la carcajada de la gran traviesa y la furia de su padre, que se la llevó adentro casi en el aire.
Los personajes típicos dejan sus enseñanzas en los lugares que frecuentan, porque sin quererlo, van dando lecciones de vida, ejemplos de lo que se bebe y de lo que no se debe hacer y no forman parte del pasado, están en un perpetuo presente.
En este extraño siglo XXI, lleno de contradicciones y con explosiones del progreso difíciles de asimilar a la velocidad que se producen, por cualquier pueblo o ciudad de cualquier país, andan todavía los “Mantequilla” ganándose honradamente la vida con lo que la oportunidad les dio.
La mayoría son resilientes y le ponen al mal tiempo buena cara.
Por eso les pido que cuando se crucen con alguno de ellos, hagan un pequeño esfuerzo y les compren algo, no importa de qué valor, aunque sea mínimo y si no pueden hacerlo regálenles algún comentario amable que no cuesta nada o un simple “no”, dicho con cierta dulzura.
Transmitan esta inquietud a sus hijos y a sus nietos y lograremos una sociedad que se respete en todos sus estamentos.
No son nuestros enemigos, no son gente molesta, son trabajadores cuya oficina son las calles, que no tienen calefacción ni aire acondicionado.
Se los pido en memoria de “Mantequilla”.
*Raquel Piña de Fabregues cumplió 86 años el 7 de julio. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.