La cuadra de Moreno entre Belgrano y Necochea hace unas cuantas décadas. El Banco Provincia, La gran ferretería y depósito de materiales de Ortiz y Gómez, la despensa de Delgado y Rubio.
La historia de un pueblo que se hacía ciudad pero que seguía siendo todavía el lugar donde todos se conocían. El centro y los barrios eran un solo espacio compartido.
Y una imagen que recuerda la primera fotografía de General Villegas, “La Artística” de Don Juan Fábregues, el catalán mallorquín que eligió este pueblo perdido en la pampa para fundar su negocio y su gran familia, a la que las vueltas del destino y la elección particular me hicieron pertenecer y de lo que me siento muy orgullosa.
Hace unos setenta y tantos años, esa cuadra no tenía el aspecto comercial que tiene ahora. Se abría a la vereda con jardines y verjas sobre las pocas calles asfaltadas.
Detrás de la aparente severidad de la educación de entonces, alrededor de los años cuarenta, los chicos de la cuadra de moreno al 400 organizaban travesuras en las que hacían gala de una imaginación desbordante.
La gran casona de los Fábregues tenía entonces salida por la calle Alberti y el pulmón de manzana la conectaba con los fondos del Banco Provincia.
Mi marido, que a esas alturas tendría unos siete u ocho años, era cabecilla de una pandilla a la que se sumaban entre otros, Mercedes Baigüera y las mellizas Atkinson, cuando viajaban desde Buenos Aires a visitar a sus parientes y la cosa estallaba mal.
Una tarde Juancito y las chicas desaparecieron y la búsqueda se hizo muy seria con intervención de la policía, hasta que los encontraron dormidos dentro de un túnel que habían cavado para entrar al banco. Ni más ni menos que imitando algún episodio de las películas del lejano oeste que veíamos en la matinée del Cine Español, los domingos a la tres de la tarde.
Mi suegro, Claudio Fábregues, era un hombre muy particular. Inquieto, culto, inteligente, promotor y alma de muchos de los emprendimientos importantes de Villegas. La Escuela Industrial, el Aero Club, del que fue uno de los fundadores y uno de los primeros que hizo el curso de pilotaje, el asfaltado de la ruta 188, el Cuerpo de Bomberos Voluntarios.
Esa misma actividad frenética la desplegaba en el terreno de los negocios y cuando lo que había iniciado tomaba un camino exitoso, lo dejaba en manos de otro y empezaba una nueva aventura.
Él mismo decía con muy buen humor que era “constante en la inconstancia”.
Por esa razón fue fotógrafo, propietario del primer negocio de electrodomésticos, concesionario de minas de mica y berilo en Pampa de Pocho, Córdoba y dueño de una cremería frente a la Escuela de Chapas.
En este último lugar fue donde se desarrolló otra de las travesuras de la pandilla de Moreno y Belgrano, un domingo en que la familia estaba reunida comiendo un asado.
Juancito y Mercedes Baigüera bajaron al sótano donde había unos doscientos quesos que estaban destinados a exportación y la suerte o la fatalidad quiso que encontraran el calador y descubrieran cuál era su función. Entonces prolijamente calaron los quesos uno por uno y se comieron las caladuras.
Cuando más tarde los encontraron, el mal estaba hecho y los delincuentes come quesos estaban asqueados, descompuestos y con penitencia en puerta.
Es verdad que los límites entre lo permitido y lo no permitido estaban más definidos, así como la autoridad de los padres, pero los que vivimos aquellas épocas de libertad, sin tantos peligros al acecho, tenemos bien claro que saber que las cosas mal hechas traerían consecuencias, nos hacía sentir seguros y protegidos.
*Raquel Piña de Fabregues cumplió 86 años el 7 de julio. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.