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viernes, abril 25, 2025
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LA MEMORIA, GUARDIÁN DE LA VIDA | por Raquel Piña de Fabregues*

Todo lo que nos ocurre queda de alguna manera guardado en alguna parte, pero no en  compartimientos estancos. No están ordenados en cajones y estanterías, porque la vida es dinamismo aun cuando permanecemos totalmente quietos.

Somos pasajeros de un tren que marcha siempre sobre un mundo que se mueve transportado en su galaxia, que camina en un universo que ni siquiera sabemos si es el único.

Somos viajeros de nuestra memoria y la materia sutil que sobrevive a nuestra contingencia es el recuerdo.

El recuerdo es significativo cuando sirve para decirnos quiénes somos, por qué somos como somos y hasta qué punto nuestra existencia vale y valdrá la pena.

En mi memoria tienen prioridad dos lugares. El Villegas que me vio nacer y crecer y Baradero, donde el árbol genealógico de la familia de mi padre echó raíces profundas.

En ese contexto hay una mezcla de imágenes visuales, auditivas, olfativas, gustativas y táctiles, que cruzadas con sentimientos se convierten en una enorme senestesia.

Baradero son las vacaciones de verano en la casona de mis abuelos, a media cuadra de la plaza azul de jacarandás, a una buena distancia de caminata por una calle cada vez más enterrada entre barrancas hasta llegar al río.

Son las calles llenas de historia. La colonia de vacaciones de estructura colonial enclavada en las laderas, que fundara Sarmiento para chicos que necesitaban buena comida y aire libre, es la casa donde se escondió Sobremonte escapando de la primera invasión inglesa, con las ventanas con rejas hasta el suelo, recuerdo de una arquitectura típica de la Argentina de la colonia y el virreinato.

En aquella casa de la calle Rodríguez, en el entramado de tíos y primos, aprendimos a apreciar el valor de los lazos familiares, el precio de encontrarnos para extrañarnos después.

De esos días, que se repetían año tras año, quedaron anécdotas imposibles de olvidar.

El comedor de la casa solariega era grande y penumbroso, porque las celosías de sus tres ventanas que daban a la calle permanecían cerradas a causa del calor y la humedad, una de las características de la zona.

Los muebles de cedro con incrustaciones de palo de rosa y vitreaux en las puertas del bargueño, habían sido traídos de Francia por mis bisabuelos.

Al centro se destacaba una gran mesa en cuyas cabeceras, con cierto dejo de autoridad, había dos solemnes sillones.

Los bibelots de porcelana eran sin duda una atracción muy particular. Durante la siesta y fuera del ojo avizor de la abuela Lucía, mis tías nos dejaban jugar con ellos.

El mozo de bar que portaba una bandeja con diminutos vasitos de cristal, la bailarina, que graciosamente sobre la punta de un pie, sostenía una sombrilla de paja tan sutil como una pestaña que se abría y se cerraba merced a un simple mecanismo.

Cada uno tenía casi un siglo y estaban intactos, como recién comprados.

En cada una de las esquinas de la habitación, montadas sobre columnas de mármol, una estatua de Diana Cazadora, otra de Beethoven, una de Sócrates y otra de Napoleón, remataban la escena.

Las tales estatuas eran una obsesión para mi abuela Lucy y la desesperación de mis jóvenes tías a las que se les había encomendado su diario cuidado.

Una noche de verano estábamos jugando en la vereda mientras los adultos conversaban sentados en sendos silloncitos de jardín.

De pronto mi padre se levantó y sin prender la luz porque había muchos mosquitos, entró atravesando la gran sala comedor, para llevarse por delante al pobre emperador francés, que rodó y se hizo añicos contra el piso.

Entre el estruendo inexplicable y mi padre que no sabía qué decirle a mi abuela, mi tía Lila se le acercó y le dijo al oído: “Si sos capaz de romper una por año te lo pago muy bien”.

Fuera de ese ámbito, entre las paredes antiguas, nos esperaba el río, el Club de Regatas, la travesura fácil a cada paso.

Mi hermana Helena, mi prima Alicia y Leticia, prima de mis primas, como eran las mayores, estaban autorizadas a remar. Martha y yo nos quedábamos mirando desde la orilla.

La corriente arrastraba largas hileras de camalotes que rodeaban y muchas veces cerraban el camino de las embarcaciones. Se los veía tan frágiles que Helena quiso subir una de esas guías al bote y el camalote se cobró cara la osadía, porque fue ella la que se ligó un buen remojón.

¡Y las siestas! Esa hora que los adultos empleaban para dormir y los chicos para inventar un escape. Se volvían mágicas cuando nuestra tía Zulema nos sentaba en corro para contarnos películas como buena cinéfila que era y además excelente narradora.

La abuela materna de mis primas, doña Sofía Sprenger, era una suiza de más de setenta años y en su casa rodeada de un enorme patio lleno de árboles, nos corría carreras en las que nos ganaba por muerte.

Pertenecía a la casta de pioneros suizos que hicieron grande toda esa zona del Paraná con sus cultivos de maíz y frutas. Citrus, duraznos, peras, toda clase de frutas secas.

Tenían una finca en la Colonia Suiza, un verdadero paraíso que nosotros disfrutábamos con el agregado de la bondad y la buena disposición de nuestros anfitriones.

Íbamos hasta ese lugar en un micro local que hacía el recorrido entre las parcelas de campo con horarios regulares. Así que pocos minutos antes de lo establecido ya estábamos en la tranquera, bolsos en mano y esperando el paso del vehículo, mi tía Estela, mi mamá, mis dos primas y Leticia.

Por alguna razón el micro se retardaba y estaba ya oscureciendo, cuando por el caminito vecinal se nos empezó a acercar un toro que no venía precisamente con cara de buenos amigos.

Sin pensarlo dos veces y como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, grandes y chicos nos clavamos de cabeza en la cuneta a nuestras espaldas, que además tenía agua, justo cuando el colectivo se acercaba.

Fue tan grande el griterío que el toro agachó la cabeza y huyó espantado.

Así, enlodados llegamos a la ciudad para contar la aventura, que a nosotros nos pareció terrible y a los demás les dio mucha risa.

Comencé esta historia hablando del dinamismo del recuerdo y la voy a cerrar haciendo hincapié sobre lo importante de la memoria afectiva para restañar los daños que pueden hacernos las circunstancias menos agradables de la vida cuando no tenemos este blindaje.

Entonces releo las líneas que mi amigo Coco Puig me envió diciéndome: “Vos vas a superar cualquier cosa porque tuviste una infancia de lujo”. A esto se refería.

 

*Raquel Piña de Fabregues tiene 86 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.