Nuestra infancia y nuestra adolescencia estuvieron marcadas de alguna forma por la Segunda Guerra Mundial, que aunque se desarrollaba del otro lado del gran charco, había transformado también el curso de nuestras vidas como individuos y como país.
No sé si lo mío es una preciosa dote o una maldición, pero siempre he tenido una larga y buena memoria, razón por la cual tengo recuerdos nítidos desde mis tres años.
Por eso no puedo olvidar el día de 1939, cuando atravesando con mis padres y mi hermana la Plaza de Mayo, nos sorprendió la sirena de “La Prensa” con su impresionante ulular, que tradicionalmente anunciaba algún acontecimiento extraordinario. Esta vez no se trataba de nada festivo. En ese momento se acababa de declarar la Segunda Guerra Mundial.
A partir de ese día la radio, los diarios y los noticieros que completaban las sesiones de cine, nos trajeron la guerra a casa, pero no en forma inmediata como sucede ahora, sino con bastante retraso pero informando al fin.
Europa era otra vez el escenario del horror, que duraría casi siete años.
La firma del armisticio terminó con la matanza de millones y millones de personas, militares y civiles y al abrirse el paréntesis de la Guerra Fría, se instaló en los europeos el miedo a otra bribonada y así comenzó una ola inmigratoria hacia nuestro continente, pero esta vez no para “hacerse la América”, sino para huir de otro posible desastre como los dos anteriores, en búsqueda de una paz duradera.
Así llegó a Villegas, donde tenían familiares, el matrimonio formado por Vittorio Picco y María Biasizzo y sus tres hijos, Mario, Hermes y Benito.
El destino quiso que el casamiento de mi hermana Helena con Mario, el mayor de los tres hermanos, nos convirtiera en familia y en ese punto las derivaciones del conflicto armado cambiaron nuestra vida para siempre.
Yo entonces era una jovencita recién recibida de maestra y por alguna razón de esas que no tienen explicación lógica porque son puro sentimiento, enseguida les tomé mucho cariño. Vittorio y María, tan buenos como sufridos, contaban dos guerras sobre sus espaldas y muchas historias verdaderas que nos emocionaban hasta las lágrimas.
Estaba yo haciendo una suplencia en la Escuela Nº 16 y todas las tardes hacía que el taxista que nos llevaba y traía, me dejara en casa de los Picco en la calle Castelli, porque sabía que Don Vittorio y María me estaban esperando, y de paso lo hacía enojar un poco a Hermes que agarraba viaje enseguida con mis bromas.
Lamentablemente el sufrimiento hizo lo suyo y Don Vittorio murió muy joven de forma súbita y Doña María, que de ahí en adelante fue para nosotros “la Nonna”, se hizo nuestra de manera definitiva.
Mis hijos fueron los únicos beneficiados con tres abuelas: la abuela Carmen, la abuela Berta y la Nonna María y para la nonna, mis hijos fueron los primeros nietos.
Ella fue mi gran compañera en momentos difíciles y una amiga de oro en la diversión.
Era Bibiana una bebé cuando fuimos a Carlos Paz a pasar un veraneo en casa de mis suegros acompañados por ella, Helena y Mario.
Un día decidimos ir a Mina Clavero y salimos muy temprano a la mañana porque teníamos que atravesar el camino de las altas cumbres que entonces era de ripio y de cornisa, muy sinuoso, lleno de curvas y contra curvas.
Ya íbamos llegando cuando Helena quiso llevar a Biibi en su falda, y el sarandeo del viaje y el cambio de posición hicieron la suya y la inocente bebita volcó sobre el impecable solero a rayas de mi hermana todo el contenido de la mamadera del desayuno.
Estaba esta tía tan enojada, que mi marido le dio su remera y mientras tanto yo le lavé el vestido en una vertiente que a Dios gracias estaba pocos metros adentro de la ruta.
La nonna, en actitud de rezo, juntando las manos exclamó: “Santo di Dio, si la pica un mosquito muere envenenado”.
Así fue como llegamos a la villa con el solero colgado en la parte de atrás de la estanciera para que se secara.
Mario fue el hermano varón que no tuve y ocupó el lugar que hasta su muerte ocupara mi amigo del alma, Julio Toyos.
En menos de dos años perdí a mi hermana y a ese hermano gringo un tanto particular, que amaba hacer arder los troncos en la estufa a leña de casa.
Después de tantas pérdidas, los viejos observamos desde otro lugar y acomodamos los dolores nuevos junto a los dolores antiguos que han ido templando nuestro carácter.
También adquirimos la capacidad de compendiar las cosas, los hechos y las personas que atravesaron nuestra existencia, bien ordenados en estantes (la gran biblioteca a que hace alusión Borges), y almacenarlos para la eternidad.
Esa perspectiva nos permite observar el ciclo vital como un círculo perfecto donde la vida y la muerte convergen en un mismo punto, el punto y el momento de las respuestas a tantas preguntas no respondidas que nos hacen creer en la eternidad.
Y esa es la verdadera herencia que vamos a dejar a los que nos suceden. Lo demás viene por añadidura.
De este gringo tozudo que se nos fue sin avisar, nos queda su enorme capacidad de amar a sus hijos postizos, los sobrinos, su facilidad para trabajar cualquier cosa con sus manos anchas y siempre lastimadas en las tareas que disfrutaba: los fierros, el jardín, la madera.
¡Chau Mario!, ya no vas a precisar de nuestras advertencias fastidiosas pero bien intencionadas, ahora protegenos vos a nosotros porque vamos a necesitarte. ¡Má caraco, qué desgracia!
Que nadie me hable de riqueza cuando contabilice el dinero acumulado, ese papel sin alma por el que tantos venden la suya.
La nonna, con la sabiduría de quien se ha cargado una historia de lucha y sufrimiento sin contaminar su corazón, católica de verdad que seguía a Cristo en cada una de sus acciones y no con gestos exteriores, no estaba aferrada a nada material y lo decía en una forma muy sencilla: “Las cosas no piden de comer”, no están vivas, no sienten ni aman, no valen nada.
*Raquel Piña de Fabregues tiene 86 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.