Cuando en 1880, el inglés Charlie Brown fundó la cabaña La Marión, no sabía ni siquiera sospechaba, que su pasión por la cría de ganado de raza se iba a convertir, por distintos motivos, en un símbolo de la Belle époque.
Muy cerca de la estación Volta, además de las instalaciones propias de una estancia, levantó un insólito edificio para la inmensidad pampeana, destinado a la exhibición de toros de raza y ganado Shorthorn y Hereford.
La enorme construcción, del más puro estilo escocés, abarcaba un terreno cuadricular de veinte metros por lado y otros tantos de alto.
Por dentro el espacio se resolvía en un recinto circular con gradas que alumbraba una lujosa, enorme e imponente araña, semejante al de los teatros de Shakespeare, tal como lo caracteriza un artículo de La Nación del 27 de noviembre de 2004.
El techo remataba con una cúpula de cristal que brillaba al sol haciéndola visible desde lejos.
Era tal la importancia de las exhibiciones que allí se llevaban a cabo, que el tren tenía parada en la entrada de la estancia para la comodidad de clientes y visitantes.
A la muerte del propietario original, su hijo Carlos, poseedor de la misma pasión de su padre por la cría de ganado de raza, continuó la obra con muy poca suerte, ya que distintos factores, personales y de la economía del momento, lo llevaron al borde de la bancarrota y en 1935 remató la estancia.
Acuciado por problemas que creyó imposibles de solucionar, se quitó la vida en 1940.
La Marión fue vendida posteriormente al mito del boxeo Luis Ángel Firpo, que ya retirado del deporte se instaló en el campo y continuó como ganadero.
En 1931 Eduardo de Windsor, heredero del trono de Inglaterra, que renunció a la corona por amor, visitó la estancia legendaria junto con su hermano Jorge, duque de Kent.
Los que estuvieron presentes durante esa visita, la segunda que los príncipes hacían a la Argentina, contaron que mientras una comitiva los esperaba en la parada del tren, frente a La Marión, aterrizaron en la estancia en un biplano y los describieron como dos jóvenes simpáticos y sencillos, en especial Eduardo de Windsor al que definieron como “un chico travieso”.
Al término de su estadía ambos opinaron que había sido lo mejor de la gira por nuestro país.
Los pioneros del desierto argentino, porque eso era la pampa por aquellos años, dejaron instituciones que siguen participando activamente en el quehacer comunitario.
Don Carlos Brown fue uno de los creadores y primer presidente de la Sociedad Rural.
Muchos años después, en 1952, cuando yo tenía dieciséis años, pasaba mis vacaciones en Carlos Paz con mis padres, cuando Don Claudio Fábregues y su familia vivían allí.
Como éramos amigos desde pequeños, una tarde Juan me invitó a dar un paseo en una catanga de carrera muy particular, ya que tenía espacio para dos personas en el asiento delantero y en la cola de atrás otro asiento muy pequeño.
Y allí partimos hacia las montañas cercanas, Juan, Susana Cortés, que era prima suya y yo.
Mi ocurrente futuro marido tuvo la idea de enseñarle a manejar a Susana y le dio el volante.
A un costado del camino de ripio, recostado en la ladera, un burrito nos mitraba con cara de resignación mientras la improvisada conductora gritaba “¡Voy derecho al burro! ¡Voy derecho al burro!”.
Le frenamos justito, a centímetros de las patas.
¿Dónde está la relación con esta historia?
Esa catanga había sido fabricada especialmente para que los jóvenes duques recorrieran la estancia y los alrededores, Tenía la particularidad de que su carrocería era de brillante cuero marrón.
Mi suegro la había adquirido en el remate de La Marión.
Escasos dos años después, ya estaba yo dando clase en el Colegio de Hermanas y como era habitual, el recreo largo era una tertulia de profesores café de por medio.
Pues la hermosa gran mesa labrada alrededor de la que nos congregábamos, también había salido del famoso remate que marcó un antes y un después para la mítica estancia.
Recuerdo muy bien al matrimonio Firpo a partir de mis quince años, cuando me dieron permiso para ir a los bailes del Club Sportivo, al que ellos eran asiduos concurrentes.
Yo era entonces una jovencita muy coqueta y totalmente miope y de ninguna manera usaba los anteojos para salir, ayudada en parte por oportunos avisos de mis amigas.
Una noche de carnaval, el salón de baile estaba muy decorado con caretones, serpentinas y otras cosas que se suelen colocar para la ocasión.
Ni bien entramos me llamó la atención una enorme careta que estaba colgada en la pared enfrente de mí y se lo dije a una de las chicas. “Es la esposa de Firpo que está apoyada en la pared”, fue la respuesta.
Confieso que no soy totalmente consciente de los años que tengo. Este cúmulo de historias verdaderas me parece que ocurrieron ayer.
Mi vida, no siempre fácil, ha corrido muy rápido, por delante del tiempo descarnado, con ocupaciones que a veces parecía que iban a superar mis fuerzas, pero nunca supe lo que es el aburrimiento.
Bebí cada día, cada hora, cada minuto, con enojo, impotencia o felicidad. Nunca, ni durmiendo, he dejado de vivir.

*Raquel Piña de Fabregues tiene 86 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.