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martes, octubre 15, 2024

Fútbol, un haz de lo posible / Por Mariano Pinedo*

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Lo que solo podría ser un juego, una competencia deportiva en la que priman las habilidades individuales y los sistemas tácticos colectivos, para algunos rápidamente se transformó en un monumental negocio y para otros en un camino de trascendencia y una explicación del sentido de la vida.

Que quienes manejan las grandes ligas estén dispuestos a pagar las sumas inusitadas que
pagan para el pase de jugadores o sus sueldos -realidad desproporcionada respecto de
actividades que resultan supuestamente más relevantes para la vida de las comunidades,
como los médicos, los maestros, las enfermeras, los ingenieros o los trabajadores y
trabajadoras de distintos rubros esenciales como el alimento, la energía, la gestión del agua, por solo mencionar algunos-, habla de que el negocio que esta por detrás del juego es más que mega millonario. Los dirigentes del fútbol se manejan en las más altas esferas de poder y en algunos casos miran desde arriba a los mismos gobernantes. Algunos, varios, llegan a ser gobernantes de sus naciones gracias al impulso, el prestigio o el poder que les otorgó haber estado al frente de clubes de fútbol. Medios de comunicación que son verdaderos emporios económicos y de fuerte influencia en las decisiones políticas, no pueden quedar afuera ni dejar afuera de sus contenidos al tradicional deporte. Magnates, jeques, grandes decisores financieros, publicidades de todas las marcas, estados nacionales democráticos, dictatoriales y autocráticos de todas las culturas: nadie quiere quedar al margen de esa pasión que se pone en movimiento cuando gira la redonda. El juego de la pelota, ciertamente, es un negocio inmenso y una fuente importante de poder.

Ese deporte que enamora multitudes, entonces, podría perfectamente haber sucumbido,
inmerso en la ambición, el elitismo y la natural tendencia de los poderosos a alejarse de los
procesos populares. Podría haberse podrido por la cabeza, como muchas veces temimos
los que somos amantes de ese deporte. Y verdaderamente, de hecho, siempre estamos al
borde de esa situación. Se navega siempre al filo de esa navaja en la que la voluntad
acaparadora de pocos corrompa todo, manipule y cree fantasías falsas que oculten la
oscuridad de turbios intereses. Un deporte magnífico (para algunos de nosotros diríase que
perfecto), puede ser la mascarada de una estrategia de dominación como tantas en el
mundo del entretenimiento. Pan y Circo, al decir de los romanos. Hay ejemplos de
situaciones históricas concretas en las que efectivamente ocurrió así.

Pero el futbol sigue sin caer derrotado. Hay algo que resiste al mero espíritu de lucro, al
negocio y al poder. El deporte de los 22 tipos que corren detrás de una pelota ha sido capaz
de sostener, en el seno de su propia contradicción, una lucha metafísica que -como toda
lucha esencial- está llamada a no terminar nunca. Al igual que el alma humana, el fútbol
encuentra en su raíz, en su corazón, todas las razones que le permiten ser tanto una
herramienta de dominación como una bandera de liberación, tanto el depósito de todos los
vicios como el torrente por donde se expresa la plenitud más bella y la armonía más
completa.

Un poeta (Marechal), un artista popular (Dolina) y dos técnicos campeones del mundo, en
distintos momentos y de diferentes maneras, fueron capaces de permitirnos una
aproximación a este fenómeno. El secreto, nos dicen, está en la identidad. El fútbol tiene
elementos para ser el destructor perfecto, como lo es el ser humano, pero también puede
ser un ámbito o un canal de redención y una forma cultural de aspirar a la perfección: el
más profundo ethos de ser lo que se está llamado a ser. Conocerse, descubrirse y poder
ser. La identidad es la única y más poderosa forma de ejercer la libertad. El fútbol es parte
de esa historia.

Los DT de los que hablo, emblemas de una grieta histórica entre futboleros argentinos, son
el gran Carlos Salvador Bilardo, sabio, ganador, minuciosamente obsesivo de los detalles,
revolucionario y capaz de reflejar gran parte del espíritu futbolero nacional y, por otro lado,
nada menos que César Luis Menotti, el exquisito, el lírico, el que hace de la belleza y de la
poesía unas banderas que merecen ser enarboladas. Los dos aman el fútbol con locura. Los
dos supieron defender su identidad de tal forma que casi no hay espacio para encolumnarse en otro lado para hablar de fútbol en la Argentina. Menotti y Bilardo nos organizan la necesaria polémica que debe tener un fenómeno de la cultura popular verdadera. No hay unidad posible sin diversidad y la defensa de lo diferente permite ordenar las posiciones.

Sin Menotti y Bilardo bancando sus paradas, el debate sería un caos inconducente. Todos
tomamos posición. Yo lo hago como bilardista. Pero en el fondo todos sabemos, como decía
el cardenal Karol Wojtyla durante el debate del Concilio Vaticano II (nunca pensé meter este paralelismo), que el otro, en su error, toma su fuerza de una parte de verdad que siempre contiene.

En estos meses frenéticos mundialistas, en los que la adicción a los videos en las redes se
torna casi patológica, circuló mucho un video del maestro Bilardo explicando que la
simplicidad del fútbol se entiende a partir de quien inventó el color de las camisetas:
consiste en reconocer que la pelota hay que pasársela entre los que tienen el mismo color,
la misma identidad y que hay que meterla en el arco que defiende una persona “que no
tomó el té con nosotros”. El nosotros y el ellos es potentísimo. Es capaz de realizar
transformaciones monumentales. Transitar el peligroso camino del nosotros y ellos es
absolutamente sugestivo. Nadie puede abstraerse de semejante desafío. Hay quienes
utilizan esa verdad como un camino de destrucción, porque -admitiendo que es ineludible enfocan sus fuerzas en destruir al ellos, en eliminarlos, en correrlos del camino, sin darse
cuenta que al hacerlo se martillan los pies. Porque sin ellos tampoco hay un nosotros fuerte; nos desdibujamos, nos borroneamos en nuestros límites y dejamos de tener fuerza
creadora.

Con el natural disgusto interno que me generó reconocerlo, me gustó mucho también un
video reciente en el que el otro campeón del mundo, Cesar Menotti, nos contaba cuál era
su tarea al asumir como director general de selecciones en la AFA, durante esta maravillosa
era Scaloni. Decía el Flaco que él está para que los jugadores tengan identificación con el
pueblo argentino, para que recorran las provincias y para que el pueblo sienta en ellos una
identidad compartida. Tremendo. La identidad del nosotros, como decía un maestro mío de
la política, se construye ampliando el campo del amigo, no intentando -infructuosamente,
además- eliminar al enemigo. Una maravilla lo que nos está pasando. Estamos a punto de
acceder a una suerte de secreto del arca perdida. Nuestra potencia está en la identidad. No
renunciar a la identidad no significa ser peleador, testarudo, violento o enamorado de la
grieta. La era Scaloni y la arrolladora forma en que los jugadores de la selección campeona
se dispusieron a ser lo más argentinos que permite la escala de argentinidad, es la fuente
de una victoria definitiva. Incluso la historia de sus fracasos, el dramático camino de Messi
en la selección, sus críticos (no hay forma de que ganen los buenos sin villanos), los
sacrificios, la solidaridad para salir de las dificultades, la inmolación de los soldados por su
capitán, las picanteadas del arquero, la religiosidad, las ofensas de los contrarios y las
corrección política de los que siempre creen que los contrarios tienen razón, la pata fuerte,
el fútbol exquisito, la sudamericanización de la belleza bárbara y vulgar, la familia que banca desde atrás, el cuidado de los detalles, las redes, el streaming del Kun, la explosión de calentura, los jóvenes que sueñan, los viejos que transmiten y se dejan interpelar por los más pibes, los ex compañeros integrando el grupo desde su lugar. Un maremágnum
caleidoscópico más argentino que el dulce de leche. Identidad caótica pura. Arrollador.
En el mismo sentido, el completo artista popular que es Alejandro Dolina, gran perceptivo
de los aspectos poéticos de la vida y de la cultura nacional, interpreta que si bien el fútbol
incluso podría jugarse mejor armando mundiales con selecciones que mezclen jugadores
de distinta nacionalidad, el gran acierto de supervivencia es que compitan por nacionalidad.
“No busquen dinero, busquen gloria, sean campeones del mundo que la gente se los va a
recordar y les va a agradecer toda la vida”, dicen que dijo Bilardo en el 86. Detrás de una
bandera, de una Nación, de un pueblo, hay un compromiso identitario que le da otra
trascendencia al juego. Se involucran historias, luchas, sufrimientos compartidos. Nuestra
Selección Nacional ha reflejado al pueblo argentino en su juego, en su capacidad de trabajo
y planificación, en su talento táctico, su improvisación criolla y en su innata visión
estratégica. En sus previas, en sus festejos, en la desfachatez, en los códigos de honor, en
las chicanas, en el desorden posible y en su potente voluntad de unidad. Lionel Scaloni y su
prudencia de hábil declarante, haciendo siempre equilibrio entre la seriedad y la banca sin
límites a sus jugadores (los de la cancha, los del proceso completo y los de la historia). El
fútbol, dice Dolina “sin su fe poética no tiene ningún interés”. No es casual, ni carente de
sentido, que los triunfos de una selección como la de Argentina, cuando ocurren, sean
siempre tan dramáticos, tan contradictorios, con tanto claroscuro. Todo lo vivimos como
batallas épicas: a pesar de ser los mas talentosos, los más divertidos, los más guapos y los
más ocurrentes en la victoria, nunca hay una victoria límpida, que no haya sido construida
con situaciones dramáticas de por medio, con instantes en los que la derrota nos muestra
su cara mas cercana. El palo de Rensenbrink en el 78, la mano de Dios en el 86, la estirada
del Dibu Martínez en la final contra Francia. Siempre el drama es una posibilidad que se nos
presenta concreta, sin máscaras que lo disimulen. “Tú, que tímida y fatal / te arreglas el
dolor / después de sollozar, / sabrás cómo te amé, / un día al despertar / sin fe ni maquillaje, / ya lista para el viaje / que desciende hasta el color final…” escribía Homero Espósito.

¿Es acaso el fútbol, ese negocio millonario que coquetea con lo más oscuro de un mundo
materialista, inhumano, capaz de llevarse la vida de trabajadores con tal de construir
estadios a menor costo y en menor tiempo, el tránsito posible para comprender que el ser
humano, en su contradicción, es sagrado y redimible con solo animarse a ser? ¿Es, al decir
de Leopoldo Marechal, nuestro amor por ese deporte -en lo que capta de argentinidad más
puramente impura- un viaje en descenso a la “ciudad atormentada” y en “ascenso a la
ciudad gloriosa”?. Nos preguntamos si puede ser cierto que nos mueva solo el divertimento
de un juego hermoso, lleno de alternativas, de posibilidades estéticas o si, por el contrario,
identificamos a ese deporte y sus protagonistas como un símbolo de una lucha metafísica,
ética y política que damos a diario. Pasamos un mes (y algunos meses previos) con una
tensión interna y social que se tradujo en malestar físico real, pero a su vez en una ilusión
de gloria nacional, de desquite, de vergüenza deportiva, que nos movilizaba a dar la batalla
cada uno en su lugar. El capitán que dibujó sonrisas en nuestros niños y niñas durante años, que masticó derrotas, que transitó llantos de tristeza y de emoción, merecía la imagen de la victoria con la tercer Copa Mundial para la Argentina, para ahora y para la posteridad.

Ante cada partido se sentía ese “olor a bronca que nos emborracha como una pólvora”. Las
camisetas de los equipos se transformaban en historias nacionales milenarias y, como tan
precisamente lo describe el poeta, “las jetas hirientes de los que silbaban se volvieron a las
jetas borrascosas de los que aplaudían” y cada encuentro “maligno y enredado”, se vivió
“como si demonios invisibles y de camisetas contrarias inspirasen las acciones”. El fútbol,
como la vida, se nos presenta como esa paradoja de Hölderling en la que la salvación reside en donde se encuentra el peligro; el peligro de la derrota, de la humillación, de no concretar los sueños, de verlos postergados, de tener que empezar de nuevo, siempre empezar de nuevo.

Fútbol, señor de las batallas, dueño de las pasiones, depositario de las glorias, camino
espinoso para la unidad de nuestro pueblo, si están contigo todas las contradicciones, las
miserias más profundas y las alturas más sublimes; si tu lucha es la misma que la nuestra,
la que vive en nuestro corazón (ceder al dios dinero o luchar por la grandeza de ser quienes somos, construyendo nuestra identidad nacional y nuestra cultura criolla, de amigos y familia, de canciones, alegría y orgullo), voy a estar siempre acompañándote, sin juzgarte, pero cuidándote como un hermano.

Porque, como vos, “soy de los que se agarran a su Infierno / más por economía que por
obstinación. / Todo infierno es una haz de lo posible, / y el que no muerde ahora las vainas
del furor / las morderá otro día con los dientes más flojos”.

* Mariano Pinedo integra la Academia de Formación de Cuadros del Movimiento Nacional junto al banderolense Miguel Alejandro González Barbieri.

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