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viernes, diciembre 13, 2024
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Las comuniones y los ejercicios espirituales en el Colegio de Hermanas | por Raquel Piña de Fabregues*

Respondiendo a las características de una escuela confesional, el Colegio de Hermanas cumplía una función muy importante en el quehacer religioso junto con la Parroquia Nuestra Señora del Carmen.

Me acuerdo cómo me gustaba ver a la Hermana Vicenta fabricando las hostias en una planchita que me parecía casi milagrosa y con qué gusto nos comíamos los recortes de esa masa transparente e insípida.

La procesión de la Patrona, la de Corpus Christi, las comuniones, tenían como epicentro al actual IMI. El ocho de diciembre se tomaba la comunión en un solo acto, dado la cantidad de comulgantes, mucho menor que ahora.

El calor era muy intenso, rondando los 40 grados y los varones llevaban una vela durante el transcurso del acto, la que terminaba derritiéndose en las manos de los chicos, que sin embargo seguían en los bancos de la iglesia rígidos como estatuas.

Con esa temperatura, terminada la ceremonia, las Hermanas ofrecían un desayuno para todos, consistente en chocolate caliente y después nos sacábamos la foto de conjunto al pie de la Virgen, en el gran parque que hoy ocupa el Jardín de Infantes o en el patio del aljibe.

Una vez por año había ejercicios espirituales, que se desarrollaban en la escuela con la dirección de sacerdotes misioneros redentoristas.

Durante tres días vivíamos en el colegio y sólo íbamos a nuestra casa a comer a mediodía y a dormir por la noche.

Mi compañera de estudios y de juegos desde la infancia era Belcha, una muchacha muy inteligente y de carácter terrible para esa época, porque le resultaba muy difícil aceptar las normas de nada, y por lo tanto nos sorprendió que un mediodía se quedara sin almuerzo haciendo ayuno “para hacer sacrificio”, como le comunicara a la Hermana Directora, quien además la puso como ejemplo delante de todo el alumnado.

Cuando volvimos después de satisfacer nuestro apetito, Belcha estaba sentada en el primer banco del aula en actitud de recogimiento, pero en el pizarrón había escrito prolijamente todo lo que se había comido, una larga lista de las golosinas de moda, a saber: cuatro Aeros, dos Trencitos, que pesaban casi medio kilo de chocolate, tres alfajores, etc, etc, etc. Un ayuno muy particular.

Entre conferencia y conferencia, en los períodos de descanso del misionero de turno, la Hna Juana Rosa Cufré nos leía en la capilla algunos escritos de reflexión a los que se llamaba “La Hora Santa”,  que sin ninguna mala intención nuestra adolescencia alborotada no podía soportar por mucho tiempo y el tiempo que duraban estas lecturas era largo…muy largo.

Así que una mañana Belcha y yo nos sentamos en los últimos bancos de la capilla, que daban directamente a la portería y por consiguiente a la calle y cuando el sonsonete monótono de palabras y palabras nos empezaba a dormir, con una seña mi amiga me invitó a salir a la calle a descansar de esa tortura y sin pensarlo dos veces, nos tomamos de la mano y corrimos, corrimos hacia la libertad.

Por ese entonces yo era lo más parecido a una ramita de unos treinta y ocho kilos y mi amiga, más fuerte que yo, me arrastró por los escalones de la entrada y de allí volé prácticamente hasta el centro mismo de la bocacalle, donde quedé desparramada y en condiciones deplorables, con moretones y una rodilla destrozada. La aventura terminó otra vez en la capilla pero dolorida por todos lados.

Lo primero que se me ocurrió tendida en el medio del asfalto, fue fijarme si alguien me había visto en esa situación desairada y no, afortunadamente no se veía a nadie.

Al final del día volvimos a casa y al pasar por la comisaría, un oficial de policía muy joven que además era nuestro amigo, estaba parado en la puerta. Se me acercó y me dijo muy sonriente: “¿Ya alambraste?”, en alusión a aquello de que caerse es comprar terreno.

Todo había salido mal. Cumplimos con la Hora Santa y mi acto de acrobacia no había pasado desapercibido.

No sucedía lo mismo con las charlas de los sacerdotes, que sabían tocar con mucho acierto los temas que nos interesaban. Uno de ellos, de avanzada edad, era nuestro preferido, y al finalizar uno de esos ejercicios espirituales, ya despidiéndose nos dijo con mucha humildad: “En sus oraciones recen por este pobre hombre que predica lo que él debería hacer”.

De Villegas se fue a Intendente Alvear para realiza ejercicios espirituales en el colegio religioso de esa localidad y a poco de llegar murió allí de manera inesperada. Nunca me olvidé de esas palabras.

 

*Raquel Piña de Fabregues tiene 86 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.