El 16 de marzo se cumplen tres años de la puesta en vigencia del primer anuncio presidencial en la Argentina, al que seguirían el aislamiento por la pandemia de Covid 19.
Después de una reunión en la quinta de Olivos de la que participaron funcionarios del gabinete, dirigentes de la oposición y especialistas sanitarios, el presidente Alberto Fernández compartía escenario con el gobernador Axel Kicillof y con el jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, para anunciar la suspensión de las clases por 15 días para minimizar la circulación del coronavirus.
A partir de ahí, Argentina, como el resto del mundo, comenzó a vivir una pesadilla surrealista. Un espacio de tiempo que se convirtió en una pausa extraña, como la convivencia de distintos planos. Por un lado, el tiempo parecía detenido, pero a su vez, la vertiginosidad de la transmisión del virus, los contagios y las víctimas eran mayores a cada instante.
El aislamiento social, preventivo y obligatorio se fue extendiendo y de pronto nos quedamos sin esas cosas que entendimos, eran importantes. Compartir un mate con los viejos, una reunión con amigos, la peña de los viernes, llevar a los chicos a la plaza, celebrar un cumpleaños, ir a la escuela, levantarnos para ir a trabajar.
Yo empecé a caminar por casa. Me colocaba auriculares con música para un tiempo determinado y tres veces por día, abría la puerta que da al patio trasero y hacía caminatas por el comedor, el pasillo, las habitaciones y daba la vuelta al patio en espiral. Cuando llegaba al centro, volvía a entrar y empezaba de nuevo.
Después empecé a salir de noche y a registrar imágenes de mi ciudad en la oscuridad. La música y mis pasos eran casi lo único que se escuchaba.
Cada uno creó su propia técnica para todo. Establecimos nuevos roles familiares, de acuerdo a las personas más vulnerables. Incorporamos elementos como el barbijo o tapabocas, las máscaras, los divisores, las marcas en el piso con la distancia reglamentaria.
Muchos comercios no pudieron volver a abrir sus puertas. Una gran parte no logró sostener los egresos por gastos fijos, sueldos y alquileres porque los ingresos eran nulos. Otros, pudieron reinventarse a través de salidas laborales digitales.
Incorporamos palabras a nuestro vocabulario: pandemia, covid, tapabocas, respirador, intubación, neumonía bilateral, anosmia, distanciamiento preventivo, confinamiento, coronavirus, homeoffice, videollamada, Zoom, virtualidad, presencialidad, circulación comunitaria. Se estima que son alrededor de treinta las palabras que se incorporaron a la comunicación diaria.
Durante el tiempo que duró la pandemia, General Villegas perdió a 178 personas. Ciento setenta y ocho. No es solo un número. Son padres, hermanos, hijos, parejas, amigos y vecinos que faltan y que se extrañan. La muerte por Covid hizo más difíciles los duelos, tanto que muchos seguirán elaborándose durante un largo tiempo.
Para los profesionales de la salud que luchaban contra un enemigo desconocido en la trinchera, fue devastador. Los enfrentó contra su propia impotencia. El conocimiento no alcanzaba para salvar vidas. Había que aprender en el camino, absorber nuevos aprendizajes, mientras las personas se ahogaban en las salas de terapia intensiva improvisadas y colapsadas.
No había tiempo para llorar ni para gritar. De vez en cuando, un abrazo dificultado por todo el equipo que llevaban encima, era lo único que quedaba. Un descanso sentados en el piso. Las marcas de los barbijos y las máscaras que lastimaban sus rostros. Era una guerra contra un enemigo silencioso y letal.
Afortunadamente, cuando la puerta se abría para dar paso a un paciente que salía recuperado, la alegría era tan grande que se convertía en consuelo y en energía para continuar la batalla.
Cuando llegaron las vacunas, también apareció la resistencia y decenas de teorías conspirativas. Pero la curva comenzó a descender y poco a poco, comenzaron a surtir efecto. Los números empezaron a cambiar. Empezamos a respirar sin esfuerzo.
Además de todas las víctimas que honramos y recordamos, hay muchos más que aun necesitan ayuda. El Covid, que se hizo endémico, ya no ataca en masa, pero sigue estando presente en personas que conviven con el miedo de lo que atravesaron, con la angustia de no haber podido despedirse de un ser querido y la impotencia de no alcanzar a salvar a un amigo. Permanece también en los chicos y adolescentes que no pudieron socializar normalmente durante dos años y que cargaron con culpas que nunca tuvieron.
Como en todas las situaciones límites, aprendimos algunas cosas. Aprendimos lo difícil que es vivir sin tocarnos. Aprendimos cómo se siente la ausencia de un beso, de una caricia, de un abrazo que contiene y calma a lo largo de la vida. Aprendimos el significado simple de la solidaridad con el que está al lado de tu casa.
Mientras estábamos en pleno tiempo de cuarentena, el director de la Fundación Infant, Fernando Polack, había expresado que le preocupaba más cómo salíamos de la cuarentena que cuándo.
Ahora hay que acomodar esas piezas desperdigadas del rompecabezas del que se perdieron muchas. Hay que animarse a reconstruirlo. Fabricar los fragmentos que faltan, porque sabemos que el dolor no se ha disipado todavía, que sigue agazapado.
Durante tres años debimos apelar a toda nuestra resistencia y a lo más difícil, debimos confiar en nuestro sentido común.
En un fragmento de ese libro y después de un bombardeo en que los cuatro miembros de la familia están juntos, la madre frena algunos reclamos frívolos diciéndoles: «Cómo nos vamos a quejar nosotros, a quienes el dolor ha respetado».
Los que salimos adelante después de estos tres años de días difíciles, somos quienes logramos superar la pandemia. No fue una aventura romántica. No alcanzaron los aplausos ni las recetas de cocina. Pero aquí estamos. Con la obligación vital de rendir homenaje a quienes no lo lograron, haciendo lo más importante que podemos hacer: vivir.
*Celina Fabregues es periodista. Conduce Cuidarte Más por FM Villegas, los sábados de 9,30 a 12 horas, programa que se repite a las 19 del mismo día.