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miércoles, diciembre 4, 2024
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La Tata | por Raquel Piña de Fabregues*

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A lo largo de la vida en realidad tenemos dos hogares, el que nos alberga junto a la familia y el del ámbito del trabajo, donde muchas veces pasamos más tiempo que en nuestra propia casa.

Los lazos que se generan allí son tan fuertes que condicionan no sólo nuestra memoria sino también la de la historia familiar y suelen darnos grandes sacudones y también caricias que llegan hasta el fondo del alma.

En ese camino desparejo y azaroso encontramos delante, por detrás y a los costados, otras personas distintas a nosotros mismos, con otra ruta de viaje, pero que de alguna manera nos ayudaron a completar etapa por etapa.

Entre tantos seres imprescindibles y generosos, en la nutrida ronda de mis recuerdos se encuentra «la Tata», Raquel Oleaga para quienes no compartieron con ella los días de trabajo o estudio en el Colegio de Hermanas.

Ese apodo tan significativo se lo habían puesto sus alumnas y con razón, porque además de sus condiciones de excelente educadora, Raquel no podía desprenderse de sus dotes de gran mamá en todo lo que emprendía.

Cuando el IMI encaraba como una gran aventura el inicio del nivel secundario a mediados de los cuarenta, fue profesora de Dibujo y Educación Física y con un paréntesis de unos cuantos años, volvió para ocupar las cátedras de Ciencias de la Educación.

Fue directora del Nivel secundario y  del nivel Terciario, este último fruto de su arduo trabajo y su magnífica gestión durante la década del setenta.

Fue maestra excepcional  de primer grado en Haedo y en Villegas, maestra de adultos y la primera Directora de la Escuela Diferenciada en los sesenta, labor que emprendió con muy pocos recursos, sin docentes especializadas, que bajo su guía consiguieron hacer milagros desde la nada.

Compartía esos días de trabajo difíciles con el estudio del profesorado, que cursaba en Lincoln sacrificando los fines de semana.

Hasta aquí su currículum. Pero quién fue Raquel Oleaga, la Tata, lo quiero contar desde mi experiencia durante el tiempo que tuve la felicidad y el privilegio de enseñar a su lado en mi querido Instituto María Inmaculada.

Para pintarla de cuerpo entero como ella era, tan efusiva, tan auténtica, nada mejor que las anécdotas, que siempre desembocaban en alguna situación graciosa que se dibujaba en su amplia sonrisa y nos contagiaba a todos.

Con su gracia natural a lo que se sumaba un simpático seseo, mi tocaya contaba que durante sus años de maestra en Haedo, pidió a los chicos que hicieran una redacción sobre el tema «La mosca» y uno de ellos comenzó escribiendo: «La mosca es el inseto más inseto de todos los insetos». Evidentemente ese pibe odiaba a las moscas.

En otra ocasión, cuando se desempeñaba en la Escuela de Adultos de nuestra ciudad, escribió un número de tres cifras en el pizarrón y pidió a un alumno que lo leyera en voz alta, con la dificultad de que tenía ceros intermedios.

Muy atento, uno de los muchachos leyó: «Cien…to mucho no poder complacerla”.
Ya dirigiendo el IMI, como sucedía habitualmente, estaban circulando por la escuela unas rifas. Con el dinero que se obtenía se compraban materiales de clase. Pero un día un grupo de alumnas se aventuró a vender en la calle.

El resultado fue que alguien las denunció y como en ese tiempo esas rifas o bonos, para salir a la venta debían estar autorizadas por la municipalidad, terminaron en la comisaría.

Y allá fue la Tata, como siempre, muy enojada con los policías, sacando la cara por sus chicas, que salieron muy orondas y sonrientes. Pero la sonrisa les duró exactamente media cuadra, porque en el primer escalón de la escuela y como corresponde a una madre responsable, recibieron la reprimenda más dura, la que nunca imaginaron recibir.

En la actividad frenética que desarrollaba Raquel cabían las entrevistas televisivas en un momento de grandes cambios en la escuela, de los que ella era el artífice.

Una mañana había ido al Canal en su Renault 12 azul y como era costumbre en esos años, las llaves quedaron puestas en el auto. Apurada como siempre y terminada la entrevista, volvió al colegio. Pocos minutos después un policía la buscaba en dirección. Se había llevado un vehículo igual al suyo pero que no era el suyo.

Cuando se disfruta de la labor bien hecha y en compañía, a lo largo de años y años los espacios terminan siendo una prolongación del hogar, se suman tantos afectos, tantas experiencias compartidas, que los que siguen considerando que el trabajo es un castigo bíblico no saben lo que se pierden.

Y cierro esta historia con las palabras de Constancio C. Vigil: “Lo mejor que hallé en la vida fue el trabajo, cada cual en el suyo sirva a Dios”.

 

*Raquel Piña de Fabregues cumplió 86 años el 7 de julio. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.

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