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lunes, enero 20, 2025
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Pluma Amione: Un viaje en triciclo por la ruta de la imaginación | por Celina Fabregues*

Se dice que un bohemio valora la libertad y la espontaneidad, pero el Pluma Amione es mucho más que un bohemio, es un hombre apasionado por la vida. Disfruta de la compañía de su compañera, de la felicidad de su hija, de los paseos con su perro arriba del kayak en la laguna del parque, de una travesía por la cordillera y de un viaje hacia cualquier parte.

Da lo mismo qué sea. Deja que el camino lo lleve. Por eso sueña con subirse a un motorhome a recorrer los caminos y a parar donde se haga la noche.

Es imposible no reconocer a Daniel Juan «Pluma» Amione. Quizás sea la forma de caminar, o la voz un tanto ronca y divertida. Le cuesta quedarse quieto y muy probablemente esa sea la razón por la cual llena su día de actividades. Nos costó ponernos de acuerdo en la fecha, porque siempre tenía una travesía impostergable por delante.

Sin embargo, lo logramos. Nos sentamos frente a frente, micrófonos de por medio en la radio, mirándonos a los ojos, dando tiempo a las pausas y a las historias resguardadas en la memoria.

Es un artista, aunque él se define como un «inventor». El mismo que el 28 de julio de 1986, entregó la llave de la ciudad al presidente Raúl Alfonsín, cuando llegó a General Villegas en el marco del centenario del partido.

Aunque asegura que debería empezar a dejar alguna actividad y bajar un cambio, entiende que es una tarea casi imposible, porque incluso en los momentos de ocio, encuentra algo que hacer, como pasar tiempo cultivando verduras en la quinta.

«El ocio es hacer algo que me gusta como trabajar, disfrutar de deportes o simplemente pasar un rato agradable. No me gusta estar tirado en una reposera todo el día. Prefiero estar activo y haciendo las cosas que quiero«, asegura.

El Pluma y su compañero en la laguna.

Cuenta que hace unos años, por una situación particular, recurrió a una psicóloga a la que le comentó que le había ido mejor de lo que había pensado y ella le respondió que fue porque «hice más de lo que pensaba también.»

«Por lo menos hasta los 90, tengo que seguir haciendo macanas» suelta en medio de una sonrisa enorme. Y es que ahora que se ha extendido la expectativa de vida, hay que pensar en ocupar más hilo del carretel.

El Pluma tuvo una infancia muy feliz y un adolescente tremendamente activo. A esa base le siguió una etapa de artesano, de escultor, pero además es deportista y maestro.

Pero quién siente que es, cómo se define. «No sé, realmente no sé definirme. Creo que soy un bohemio honesto, sencillo, tranquilo, un tipo que disfruta de las pequeñas cosas. No me gustan los tumultos, soy bastante solitario. Un tipo con mucha imaginación, puedo hacer cosas de la nada y lo mismo me sucede con la educación, porque sin ser docente, he ejercido en un montón de lugares desde hace 30 años.»

Su taller de escobas ha recorrido varios establecimientos educativos y en todos ha dejado su sello imborrable, su marca personal, su estímulo para enseñar que el trabajo es el inicio de todo.

La imaginación permite crear, generar ideas, concebir posibilidades y se puede convertir en imágenes, sonidos, sensaciones y emociones. Puede ser involuntaria, como cuando aparece en los sueños para resolverlo todo; o voluntaria, cuando la desarrollamos a través del conocimiento, la meditación, el juego y la fantasía.

Según el Pluma, «la imaginación me ha llevado a ser muy creativo» y con un gran manejo de grupo, para lo que «me ayudó mucho la agrupación scout (Cacique Pincén), que si bien hubo un intento antes, prácticamente la formamos nosotros con varias personas más», hace muchos años.

«La agrupación scout me dio muchas armas para enseñar jugando y con el complemento de la imaginación, me lleva a que de la nada salgan cosas interesantes», sostiene. En esa época nació la isla scout, cuya sede continúa en el ingreso al parque municipal José de San Martín.

Pluma vivió su infancia, adolescencia y permanece aun vinculado al escenario del pleno centro de Villegas. Cuenta que cuando viene un amigo que vive en España, Daniel Rizzolo, hacen un ejercicio de memoria y caminan por las calles de su niñez, para marcar los comercios y los vecinos de aquellos años. La Moreno, la Rivadavia, la Arenales, la Belgrano.

El olor al pan recién horneado. Los autos que salen del taller de la esquina. La puerta abierta por la que se ven las pilas de telas de colores.

El paisaje se fue modificando con el correr de los años, pero en algún lugar se conservan aquellas imágenes. El olor al pan recién horneado. Los autos que salen del taller de la esquina. La puerta abierta por la que se ven las pilas de telas de colores.

¿Pero qué cosas recuerda él de esos años? «Muchas, muchas», me responde y además agrega que como yo también estaba en el barrio, seguro voy a recordarlo. Y no se equivoca. Casi al unísono hablamos del «revistero de Nelson! (Librería El Nene) de madera color marrón y en el que nos podíamos meter adentro para escondernos. ¿Quién no jugó en ese revistero?», desliza.

Estaba pegado al banco de piedra en el que nos sentábamos a leer las revistas. «Me llevo el Intervalo!!!», le decía a Julio Sequeira, que me asentía con la mano desde adentro, mientras corría a sentarme en la vidriera de la disquería del tío Mario.

Parece que al menos una vez, Omar Emin le prestó su triciclo, según este testimonio de 1962.

«Siempre me río con Omar Emín, porque éramos compañeros y el tenía la abuela pegada al negocio de mis padres. Omar tenía un triciclo que yo nunca había visto en la vida, con ruedas que se inflaban. Hoy nos reunimos a cenar y todavía le reprocho que no me prestaba el triciclo, pero hace unos días se apareció con una foto en la que yo lo estoy piloteando», cuenta entre risas.

Es en la infancia donde grabamos el mundo que nos rodea, creamos el sentido de identidad y a través de los juegos, interactuamos con amigos, familias y vecinos.

El barrio es un patio de juegos en el que hay lugares secretos, pasadizos mágicos y no basta uno para poder conquistarlo. Ellos formaron «la banda La Mandarina, porque robábamos mandarinas con los chicos del barrio, porque todas las casas tenían frutales. Soraiz, que era quien nos alquilaba y era prácticamente el dueño de toda la cuadra de la Moreno (al 600) tenía un patio muy grande y lleno de frutales. Lo de Capuia también!», recuerda.

«Eran travesuras de esa época. No había televisión, no había otra cosa. Era pura imaginación»

«Eran travesuras de esa época. No había televisión, no había otra cosa. Era pura imaginación», añora mientras apunta la mirada hacia arriba, como si en algún lugar lo estuviera viendo.

Pero enseguida arremete: «Mirá, te voy a contar una anécdota que es divertida, al lado de donde hoy está el supermercado chino de la calle Arenales, antes que se construyera la casa de Ruiz, las casas se hacían mucho con polvo de ladrillo y había una montaña muy alta. La banda La Mandarina nos juntábamos ahí y había chicos del barrio que se querían sumar, pero tenían que mostrar un gesto de valor, como un bautismo de fuego. Entonces, lo metíamos adentro de un tambor de 200 litros, lo subíamos a la pila de polvo de ladrillo y lo largábamos adentro del tambor, que cruzaba la calle Arenales y terminaba en lo que era el Centro Materno.»

En esa época, más de 50 años atrás, pasaba un coche cada tanto «¡pero eran 100 metros metido dentro un tambor rodando!» y después para sellar el ingreso «había que hacerse hermano de sangre, lastimándose un poquito un dedo y sellando el pacto como hermano de sangre con los jefes de la Banda, que eran los Alcover.»

También eran integrantes de la pandilla «Horacio Christiansen, Ado Irasola (que vivía a la vuelta, donde el papá tenía la sastrería) los Cordeiro, los Rizzolo, el Patín de los Mandarines, las chicas de Monti, Liliana Labarta», por citar a algunos.

«…sellando el pacto como hermano de sangre con los jefes de la Banda, que eran los Alcover.»

Sin mayor estímulo que la imaginación, sin televisión que interrumpiera los encuentros, «se vivía jugando en la vereda. Tuve una infancia muy rica», desliza antes de saltar a la próxima anécdota.

Según recuerda el Pluma, «el Centro Materno (donde hoy funciona el Centro Cívico) tenía como un depósito de las cosas que se dejaban de usar y había unas escupideras color gris que nos poníamos en la cabeza para ir al parque a cazar desfilando un dos, un dos, con los cascos de escupidera puestos en la cabeza.»

Ya en el parque, la cuestión era aprovechar los cañaverales para armar las chozas. «Eso tenía una magia única y el parque era el fin del mundo. Sentíamos que hacíamos una expedición», recuerda.

«…un dos, un dos, con los cascos de escupidera puestos
en la cabeza. Todo era imaginación…»

La orden más linda que los padres pueden dar a sus hijos es «andá a jugar». Pelate las rodillas. Embarrate haciendo tortitas de barro. Mojate saltando charcos. Subite a la bicicleta, gastá el triciclo. Caete mil veces de la patineta. Aprendé a frenar los patines. Pero armate esa banda de amigos con la que se puede imaginar la conquista del barrio. La vereda hoy es un espacio con más peligro, pero conservar el juego en los patios de las casas es casi indispensable.

Después llegó la adolescencia a la que describió como «tremenda, tremenda, tremenda y con muchos cómplices. ¡Esa sí que era una banda! Villegas era la cuarta parte de lo que es ahora y tenía cuatro confiterías bailables, con cuatro negocios en la ruta (y acentúa para que se entienda que se refiere a cabarets) y se salía un lunes, un martes y era lo mismo que si fuese un fin de semana. Los viajantes querían parar en Villegas.»

Fue en esos años cuando Villegas fue bautizada como Ciudad de la Amistad, porque era reconocida como un lugar en el que se vivía la noche igual que el día y donde todos los días había movimiento.

Esos adolescentes tenían un buen terreno para desarrollar sus actividades, pero «con la diferencia de que nosotros, de muy chicos, de 15 o 16 años, ya teníamos que trabajar para poder bancarnos precisamente esas salidas, porque nuestros padres nos daban muy limitado el dinero. Entonces ¿cómo sacábamos la otra parte del dinero que nos faltaba? Había que laburar sí o sí, no teníamos otra alternativa», sostiene.

«Parte de la educación que enseño es sobre la cultura del trabajo. Para mí, por la cultura del trabajo pasa todo», afirma.

La música nunca fue su campo, siempre fue malo para cantar y nunca aprendió a tocar ningún instrumento, por eso prefirió dejar ese espacio para escuchar a Sui Géneris. Insiste en que lo suyo es «la imaginación: crear, inventar cosas. Y lo sigo haciendo. Es mi pasión fabricar cosas con lo que la gente tira.»

«Es mi pasión fabricar cosas
con lo que la gente tira.»

«Me acuerdo cuando tenía el negocio de artesanías, época de bohemia muy linda porque me llevó a estar con personalidades muy importantes del país», empieza a contar y hago un paréntesis para recordar que fue él quien creó la llave de la ciudad que se le entregó al entonces presidente de la Nación, Raúl Alfonsín y que «era toda de fierro, pero tenía mucho valor de contenido.

La llave de la ciudad realizada para el presidente Alfonsín en 1986.

La llave era una cosa muy representativa y en la tarjeta con el escudo de la Municipalidad, explica que «el ojo de la llave está realizado con herraduras, representando al caballo, animal de trabajo afectado a las tareas rurales. La parte central está tallada sobre un yuguillo, elemento utilizado entre los arneses que llevaba el yeguarizo para los trabajos de arada y siembra, una de las principales actividades de la zona desde su creación. El pestillo para abrir está construido en forma de tres arbolitos, única identificación conocida al crearse el paraje que sirvió de basamento para el asentamiento poblacional de General Villegas.» 

El Pluma y Mónica saludando al presidente Raúl Alfonsín

Todo pasa por la imaginación. Por eso, un día vieron que tenían un viejo tenedor y una cuchara entonces «le cortamos los dientes al tenedor, le hicimos un agujero a la cuchara, lo pusimos en una tabla, la lustramos y lo vendíamos como cubiertos dietéticos», alcanza a contar antes de que me estallara una carcajada.

Incluso, recuerda que «muchas veces cuando era más chico, me acostaba dormir a propósito porque hasta que me dormía, resolvía muchas cosas.»

«…me acostaba dormir a propósito porque hasta que me dormía, resolvía muchas cosas.»

Otra cosa que para el Pluma aviva la imaginación es el fuego. «En una esquina de Villegas había un bar que se llamaba Jagüel, que tenía una gran estufa a leña. Ese era el otro lugar de inspiración. El fuego tiene una transformación, un poder inmenso.»

Y no es únicamente el calor, sino los colores, el sonido al crepitar la madera, es casi hipnótico sentarse frente al fuego en las noches de invierno.

La etapa de bohemia llega a su fin cuando aparece Natacha. «Ahí fue cuando nos pusimos las pilas. Vivimos esa etapa con mi mujer, pero cuando supimos que Mónica estaba embarazada, empezamos a pensar que teníamos que cambiar nuestra actividad. A partir de eso y por cosas que sucedieron, empezamos con lo que es el negocio de las telas», explica.

Sin nostalgia pero con mucha alegría, asegura que «la bohemia era fantástica. Íbamos a Pinamar con 40° de temperatura para vender pulóveres de lana hilada en la playa. La gente nos ahuyentaba. Un día encontramos a dos mujeres mayores de apellido Olmedo, que tenían un buen pasar y habían puesto un negocio de artesanías, entonces me proponen si entre las ocho y las diez de la noche, que era el horario de que salía la gente a cenar, no me animaba a hilar lana con la rueca en la vidriera. Así que ahí estaba, con poncho, disfrazado de coya hilando lana mientras estas mujeres aprovechaban y vendían.»

«Íbamos a Pinamar con 40° de temperatura para vender pulóveres de lana hilada en la playa»

No son muchos los que pueden o se animan a hacer lo que les gusta. «Yo siempre fui haciendo lo que a mí me gustaba o intentando. Y me salieron bien. Por una necesidad de la creatividad que considero que tengo, me llevó a hacer la parte artesanal. Yo creo que fue una etapa fantástica que cada uno tendría que intentar, por lo menos, hacer lo que uno cree que le gusta para no quedarse con que si hubiese sido o hubiese hecho», apuesta.

Entre las tantas anécdotas que aparecen recuerda que cuando abrieron la casa de artesanías, era pleno gobierno militar y «la gente no entraba al negocio, nos espiaba para ver qué es lo que estábamos haciendo. Estos dos bichos raros metidos ahí adentro. Después de lo de Alfonsín, nos dieron un reconocimiento y el negocio empezó a funcionar perfectamente y vendíamos todas cosas muy creativas.»

Hubo una etapa de esculturas, que para Pluma, fue en realidad «su pasión, su parte creativa. Durante años hubo varias colocadas sobre la visera del negocio, que hoy están en el patio de la retacería.

Sobre el significado de esos trabajos, señala que «cuando iba a la casa de mi abuela, estaba sentada en un banco bajito, preparando la sopa porque cortaba todo a cuchillo y siempre abajo de mi abuela había un gato. Una de las esculturas es una persona hilando lana y debajo debajo del asiento, puse un gato de coche. Se llamaba el gato y la Nonna. Siempre me gustó jugar mucho con ese tipo de cosas.»

«Reconozco que soy un agradecido, me ha ido mucho mejor de lo que yo pensaba y volvería a hacer exactamente todo lo mismo. Y aunque las cosas me fueron mejor, no he cambiado nada. No tengo por qué dejar las cosas que me gustan, las sigo haciendo, hago lo que a mí me gusta más allá de lo que me diga la gente», afirma.

Travesía en la montaña

Lo que lo define es lo que le dejaron sus padres. ¿Qué es lo que qué es lo que te dejaron tus viejos?, le pregunto. Y responde: «Uf. Mucho. En primer lugar, ser honesto, ser responsable y lo más lindo, toda la herramienta, la caja de trabajo, la caja con que trabajaba mi padre», dice mientras se da permiso para la emoción.

Con la voz quebrada por esos recuerdos esenciales sostiene que «son las tres cosas más lindas que le puede dejar un padre a un hijo: humildad, responsabilidad y trabajo», y por supuesto, el amor con el que sostiene ese legado, porque «no se consiguen las cosas sin trabajar.»

«…no se consiguen las cosas
sin trabajar.»

Y sin proponerse, se convierte en una caja de resonancia que transmite esos valores, a su hija y a los hijos de cada lugar por el que pasa. Al grupo de scouts, a los chicos de la escuelas que hacen las escobas y después salen a venderlas y entienden cuál es el valor del trabajo. El premio al esfuerzo, que no siempre se traduce en dinero, sino en lucha, en convicción, en palabra, en honor.

Confiesa que, mientras se prepara para dejar el trabajo que realizó en escuelas por treinta años, ya está embarcado en otro «proyecto muy lindo, que si sale bien ¡me beso!», dice riéndose.

Se trata de ayudar a un matrimonio ciego a montar un taller de escobas y ya se está tramitado con la municipalidad para ver si les pueden dar una mano. «Para ellos es una salida laboral y si logro eso, me va a hacer muy feliz», desliza.

Hace unos cuarenta años que el Pluma y Mónica están juntos las 24 horas del día, porque siempre trabajaron juntos. ¿Hay algún secreto?

«Creo que los dos tuvimos mucha suerte en encontrarnos. No es un secreto, pero es una receta, que es compartir cosas juntos. Ser aventureros. Como yo soy deportista y ella no, me espera en el hotel. Y de la misma manera, yo lo hago con ella. Seguimos haciendo huerta y cocinamos en horno de barro porque me gusta y porque estamos ocupados. A mí me gusta la huerta y mi mujer le gusta la cocina», dice.

«Nuestra gran pasión es invitar gente a comer a casa. Es una casa donde dos veces por semana hay gente que va a comer. Es más, muchas veces hay gente que no se cómo se llaman y van a cenar a mi casa», cuenta, como si esa invitación se diera a partir de una vibración especial, de eso que se siente o no siente cuando conocés a alguien y no depende del nombre o de saber de dónde viene o adonde va.

«…muchas veces hay gente que no se cómo se llaman y van a cenar a mi casa»

Y llega el momento de la pregunta. ¿Y ahora, qué querés hacer? Y su respuesta: «Eso digo yo, qué quiero hacer!!!»

Pese a todo lo que ha hecho en la vida, tiene muchos proyectos y jura que dejaría el negocio de las telas, «agarraría un pequeño motorhome sin rumbo fijo con dos shorts, tres remeras y listo», y añade que aunque le encanta viajar «no conozco muchas ciudades, me gusta el pueblerío, el golpear la puerta. Soy tan atrevido o sinvergüenza que me invito hasta a cenar.»

Menciona que «una vez en Cuba fuimos a un lugar que se llamaba Paladares. Iba caminando por la calle y un señor me dice ¿no querés venir a comer a mi casa? Te sale tanto. Y bueno, vamos! sin saber adonde nos metíamos. Llegamos y estaba al perro, el señor con la camiseta de tirita mirando la televisión, la mujer con los ruleros atados, la casa seguía funcionando.»

«Es muy lindo, es muy enriquecedor conocer gente, conocer las culturas. Si te llevan de un lado para el otro con un tour, no te digo que no conoces, pero perdés la esencia de lo que es el lugar», sostiene.

Podríamos pasar varios días conversando. Él contando anécdotas y yo escuchando. Riéndonos. Emocionándonos. No solo porque es quien es, sino porque una gran parte de sus andanzas son también parte de mi vida. Son parte de las anécdotas de la familia, de los cuentos entre primos, de las aventuras de los ídolos del barrio, como la banda de la mandarina, con sus cascos de escupideras de aluminio.

Pero me animo y le pido una historia más de uno de sus viajes y entonces empieza: «Íbamos a ir a Chilecito y en el camino, cuando viajas, siempre hay algún coche al que pasás, te vuelve a pasar, hasta que en un momento nos encontramos en una estación de servicio y nos pusimos a charlar, porque íbamos los dos autos al mismo lugar. Nos pregunta adónde íbamos a parar y no teníamos idea. Cuando llegamos, no había hoteles. Nos ofrecen dos habitaciones con un baño en el medio, pero una de las habitaciones no tenía llave, porque un viajante la había perdido.»

La cuestión es que el que estaba en la habitación de atrás, «para salir tenía que pasar por el baño y por la habitación nuestra. La mucama se pone a hacer las camas, la familia sale y me instalo en la primera habitación. Me desnudo para bañarme sin saber que estaba la mucama en la segunda habitación. Como no podía salir, porque yo estaba en el baño, saltó la ventana que daba a la calle, justo cuando la familia volvía y la ve desde la calle saliendo saltando. Llegan al hotel y nosotros en paños menores, nos saludábamos mientras atravesaban nuestra habitación.»

En la Escuela N° 45, con Alejandro «Carro» Sarmiento

Estuvimos de acuerdo en que debe escribir un libro con sus historias de viaje, porque son instantáneas de vida que no deben perderse. Después hablamos de la música que escuchaba y pusimos un tema de Sui Géneris. Los dos cantamos con total desparpajo Canción para mi muerte: Es larga la carretera / Cuando uno mira atrás / Vas cruzando las fronteras / Sin darte cuenta quizás y estuvimos de acuerdo en no continuar porque vamos a ser un éxito y no es lo que queremos. Ambos tratamos de frenar un poco la máquina, «no nos desviemos de nuestro rumbo», me dice y entonces sí, nos reímos a dúo.

Está convencido de que uno sabe cuando un ciclo se termina. Y hay que aceptarlo con naturalidad, sin pena, con la convicción de que es así. Un ciclo que termina, uno que empieza y la rueda que siempre vuelve a girar.

Según afirma la frase del escritor británico Gilbert Keith Chesterton: “La aventura podrá ser loca, pero el aventurero, para llevarla a cabo, ha de ser cuerdo.”

Un aventurero que viaja en triciclo por la ruta de la imaginación, con dos shorts y tres remeras. Y por si hace frío, una rueca, lana para hilar y verdura de la huerta para una sopa caliente.

Treinta años de maestro sin ser docente.

*Celina Fabregues es periodista. Conduce Cuidarte Más por FM Villegas, los sábados de 9,30 a 12 horas, programa que se repite a las 19 del mismo día.