Es muy cierto que en las ciudades pequeñas todos terminamos siendo parientes, o por lo menos un poco parientes.
En una historia anterior me referí a la familia Alustiza. muy en especial a Elsa, tan hermosa como el resto de sus hermanas, tan inteligente como ese conjunto de bellezas, tan Alustiza hasta la médula.
Esto desató un encuentro con el Dr. Javier Soraiz, hijo del doctor Javier Alejandro Soraiz padre y de Raquel Alustiza, otra bella del conjunto de bellas.
Era nuestro médico de infancia en Villegas, un genio que al irse a vivir a Buenos Aires nos dejó en herencia al otro genio inolvidable, el Dr. Lamas.
Aunque según la tradición popular «el mundo es ancho y ajeno», la experiencia de mis muchos años me dice que el mundo es cada vez más pequeño, sorprendente y a pesar de sus muchas contradicciones y pesares, para los que amamos la vida, es maravilloso.
En ese universo controvertido se producen encuentros con personas lejanas en el tiempo y en el espacio, pero que sin embargo han conservado en el fondo del corazón la vieja llamita ancestral, que al contacto con otra llamita del mismo origen retrocede en los años, sintetiza distancias y en un segundo puede fundir el pasado con el presente en la fragua de recuerdos compartidos.
Entonces aparece la anécdota de la mano de la nostalgia. En mis años de infancia el médico formaba parte de la familia y el doctor Soraiz era eso y mucho más.
Según lo describe su hijo Javier, médico y escritor, en la novela dedicada a su padre “El Vasco, un médico del siglo XX”.
“No fue un superhombre, pero si un gran hombre. Un hombre humilde, de trabajo y hábitos modestos, que fue generoso con los demás, con su familia, y con gente que no conocía siquiera. Los que lo conocieron lo admiraron y fue siempre el orgullo de su esposa e hijos.”
Y añade en sus reflexione finales:
“Vengo del consultorio tarde, con una sensación extraña. Desde la mañana que da vueltas en mi cabeza la fecha del aniversario del nacimiento de mi padre, un 9 de febrero. Ya hace treinta y tres años que falleció. La edad de Cristo. Tendría ahora ciento catorce años el viejo. Pero no es novedad que venga a mi mente su recuerdo. Me ocurre casi todos los días.
Sí, cuando enfrento un problema o simplemente un dilema ético o de mi trabajo como médico, él siempre está. Fue tan importante en mi vida y en la de mi hermano, que nos marcó para siempre. Para siempre…resuena al pensarlo. Qué será para siempre”
Javier Soraiz era el amigo de mis padres, era una especie de consultor de familia, era cariñoso y amable, todo un gentleman al viejo estilo, pero también alegre y divertido.
Estuvo presente en forma muy significativa en todos los emprendimientos que tuvieron que ver con el desarrollo del sistema de salud en nuestro partido. En el Hospital, al que mejoró sustancialmente durante su dirección, en la primera clínica, en el giro que supo darle a la medicina moderna y por eso se merece ser recordado.
Durante mi niñez estuve fieramente perseguida por anginas de todo tipo que desembocaron en una operación de garganta a mis once primaveras. Entonces los médicos iban a domicilio y la visita del Dr. Soraiz era más que frecuente.
Su presencia en la habitación me provocaba sentimientos ambivalentes.
Me tranquilizaba y me alegraba, porque siempre venía con algún chiste para hacerme reír y me ponía en guardia a la espera de los tópicos que seguro tendría que soportar, pero nunca voy a olvidar su respiración acompasada y su perfume mientras revisaba mí horrible garganta.
Nosotros y el Dr. Soraiz vivíamos sobre la calle Rivadavia, a sólo dos cuadras de distancia, por lo que, a ausencia de teléfonos, que había muy pocos, cada vez que nos pasaba algo, Juanita Turrión, nuestra asistente familiar, corría como el viento en busca del facultativo.
Estábamos mi hermana y yo con una fascinante caja de botones de mamá, dónde había mucha más variedad que en una mercería, cuando a Helena se le ocurrió adornarse un orificio de la nariz con una perlita preciosa. Pero acto seguido aspiró fuerte y el botoncito salió disparado hacía adentro y se instaló a la altura de los ojos, donde se empezó a hinchar como un globo.
Mamá, muy alarmada pidió a los gritos a Juanita que fuera a buscar al Dr. Soraiz. No hubo necesidad de hacerlo, porque mi hermana, a la que los médicos la aterraban, gritó tan fuerte “¡Nooo!», qué la perlita salió de su nariz como una bala y recorriendo el camino inverso se estrelló contra el piso. Poderosa medicina capaz de actuar sin intervención directa.
Mi hermana era así, firme y a la vez temerosa de muchas cosas, tan parecida a una hermana de mi madre que Javier la apodaba «La hija de la tía Lola».
El entramado familiar al que me refería al principio, tuvo también sus consecuencias entre nosotros y los Soraiz, ya que un hermano del doctor, el escribano Tomás Soraiz, era tío de mí prima Violeta, que para nosotras fue la hermana mayor por circunstancias de la vida y por la enorme capacidad de mí padre de dar amor y protección a toda la familia.
Por eso, Jorge y Esther, hijos del escribano, entraban en la amplia categoría de primos, agregándole que Jorge y yo compartíamos el banco en la Escuela N 1. Era mi compañero y amigo, un chico hermoso, bueno, sonriente y bastante gordito, por lo que su madre lo tenía con una dieta muy estricta.
Vivíamos muy cerca, a unos cien metros y algo más, por lo que no era extraño que, a mitad de la mañana, se apareciera Jorge casi suplicándole a mi madre: «Carmen, por favor, dame pan con queso».
Difícil situación para ella, que no quería romper los mandatos maternos, pero la desesperación de Jorge la podía y el pan y el queso terminaban en forma de un rico sándwich que desaparecía en un segundo.
Desde otro plano menos personal y doméstico, el Dr. Javier Soraiz fue una de los grandes de la medicina en cirugía torácica y de los primeros en hacer intervenciones a corazón abierto.
Me enorgullece haberlo conocido, por ser un ejemplo de profesional, capaz, humano, ético en cada una de sus acciones y me entristece que muchos villeguenses no sepan de esta historia, no tengan noción de lo que fue capaz de generar para el mundo nuestra ciudad ayer pueblo.
Tenemos la obligación y el compromiso de hurgar hasta el fondo de las raíces, porque sin ellas no hay identidad y sin identidad no hay futuro que valga la pena.
No dejen de leer la novela de Javier hijo. Es mucho más que la biografía de un hombre, es nuestra historia, la historia que nos compromete a hacer algo cada día por nuestro terruño, con trabajo, con esfuerzo, con el collar de pequeños o grandes sacrificios que construyen la vida en positivo.
*Raquel Piña de Fabregues tiene 86 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.