11.4 C
General Villegas
lunes, noviembre 10, 2025
InicioSociedadEl día que se congeló un obispo | por Raquel Piña de...

El día que se congeló un obispo | por Raquel Piña de Fábregues*

El relato de hoy tiene por escenario la Plaza San Martín, diferente a la que caminamos hoy porque la separan del presente nada más y nada menos que sesenta y un años, más de medio siglo.

Resalto este detalle porque la intención de las historias que he ido hilvanando al calor de la memoria, además de ser verdaderas, tienen un objetivo: instalar el concepto de que las cosas son en la medida de lo que fueron ayer y serán lo que nosotros determinemos que sean para el futuro.

No es éste un tema menor.

La gente joven, atrapada en la vorágine del siglo pasado y del corriente, no alcanza a dimensionar que sin lo que pasó antes no seríamos lo que somos hoy y que por eso el conocimiento de la historia no es necesario sino imprescindible y no una molestia que se interpone en nuestros planes, a veces absurdos, merced a este desconocimiento.

Desde sus primeros tiempos como campo de deportes del Club Sportivo, en los años veinte, este tradicional paseo de Villegas sufrió distintas etapas de evolución.

Cuando en 1934 se realizó el Congreso Eucarístico Internacional, fue allí donde se levantó la gran cruz al pie de la cual se desarrollaban las misas de campaña y otras funciones religiosas y ese evento la bautizó como “Placita de la Cruz”.

En ocasión del centenario de la muerte del General San Martín, coincidente con el “Año Santo”, en el sitio en que había estado la gran cruz se colocó el busto del héroe de los Andes y poco a poco fue tomando la forma de una verdadera plaza, con canteros muy altos cubiertos de un pasto duro y grisáceo y sus viejos aguaribay  en la diagonal, que aún siguen en pie.

Lo demás es historia conocida que la transformó en el hermoso paseo actual.

Volvamos entonces a este pedacito de historia que nos interesa hoy, limitado por las calles San Martín, Arenales, Paso y Vieytes. Diez mil metros de pura evolución.

En ese lugar cambiante enhebro hechos graciosos, cerca de la mitad de la década del setenta, todavía con  calles de tierra y grandes cunetas en las esquinas.

Veo como si fuera una película, a mi hija menor, que entonces tenía seis años, yendo a la escuela en bicicleta un día en que había llovido mucho.

Un mal movimiento del manubrio fue suficiente para que el pozo de la esquina de Paso y Arenales se la tragara hasta el fondo  y allí quedó, clavada en el barro con bicicleta y todo.

Tampoco puedo olvidarme de una mañana de invierno en que mis hijas Celina, Carmen y yo atravesamos la plaza rumbo al Colegio y nos sorprendimos cuando nos encontramos con una seis o siete vacas que pastaban tranquilamente interrumpiendo el paso, mientras un policía muy abrigado, con la gorra calada hasta los ojos, trataba infructuosamente de hacerlas salir espantándolas como si en lugar de vacas hubieran sido gallinas.

A escasos metros de la casa que habito desde hace cuarenta y siete años, se han realizado decenas de actos patrios, como aquel de 1962, con la plaza de caminos de tierra y canteros altos de pasto duro y gris, que la lluvia de días anteriores había enlodado, un viento huracanado que no nos dejaba abrir bien los ojos y un cielo gris plomizo que parecía que se nos venía encima. La temperatura rondaba los cinco grados bajo cero.

Como miembro del Rotary Club me tocó pronunciar el discurso alusivo y allí estaba en un palco también gris rodeada de las autoridades, entre las que estaba el Obispo, que había sido invitado para el acontecimiento.

Aunque en ese tiempo las mujeres ya usábamos pantalones, todavía vestíamos polleras cuando las cosas eran formales como en este caso. Y allí estaba yo, que siempre fui friolenta, con un trajecito muy grueso y abrigado pero con las piernas mal cubiertas por medias de nylon y zapatos de vestir con taco aguja.

Me salvó que mi discurso fuera en primer término, porque minutos después no hubiera podido emitir palabra, pues mi cara se había convertido en una máscara de cartón y ya no sentía los pies.

Aunque no parece muy racional, es cierto aquello de que “Mal de muchos consuelo de tontos”, por eso lo que me consolaba era que el resto de la comitiva se encontraba en la misma situación.

Mientras duró el acto, muy estoicamente aguantamos sin una queja, pero cuando pretendimos desconcentrarnos, nos encontramos convertidos en estatuas, incapaces de dar un solo paso.

Esa celebración quedó en mi memoria como “El día que se congeló un Obispo”, ya que lo tuvieron que sacar del palco casi en andas.

La vida me llevó al escenario de la Plaza San Martín como fondo del crecimiento de toda mi familia.

Mis hijos se hicieron adolescentes y llegaron a adultos transitando sus canteros y veredas que a la par de ellos se iban transformando y confieso que amo este lugar como una prolongación de mi hogar, ahora con la presencia de mis nietos y bisnietos que vuelven a recorrer el mismo camino.

No hay nada como el calor del terruño y es maravilloso serle fiel.

 

*Raquel Piña de Fabregues tiene 86 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.