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jueves, octubre 3, 2024

Helena | por Raquel Piña de Fábregues*

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El 24 de julio de 2008 amaneció como un día de invierno cualquiera en nuestra pampa. Frío, ventoso, tan hostil como es de posible imaginarse.

También como todos los días y sin excusas simples o complejas, a eso de las cinco de la tarde mi hermana Helena se aventuró a ir hasta mi casa en bicicleta, un apéndice suyo más que un rodado.

Como siempre conversamos de lo sucedido durante las veinticuatro horas en que nos habíamos visto por última vez, discutimos como teníamos por costumbre entre mate y mate, hablamos de Nico que el día anterior había cumplido años solo en Buenos Aires y un poco después de las seis de la tarde se fue en medio de la luz helada y crepuscular.

Fue en ese preciso momento cuando reparé que Helena no llevaba su bufanda y busqué entre las mías alguna muy abrigada. En la selección salió ganadora una de color morado de grueso mohair, regalo de mí tía Zulema, la más buena entre las buenas, quien fue también mi madrina.

Nos separó la tradicional compañía hasta la reja y el «¡Hasta mañana!», qué preveía otra jornada de encuentro fraternal.

Pero no fue así. Esa fue nuestra última charla y esa noche perdí una parte tan grande de mi vida, que no hay palabras que puedan expresarlo.

Días después escribí estas palabras porque sentí la necesidad de que todos supieran el valor enorme de esa profesora de bajo perfil y acción gigantesca, de su inteligencia superior y su corazón de oro. Se lo debía yo y cualquiera de los que fueron bendecidos por sus enseñanzas y su compañía.

Más allá de los logros personales que configuran la identidad de cada uno, como parte de una familia, aspiramos al bienestar de todos sus componentes.

Miente quien dice que aferrarse a los lazos familiares, paternales y filiales en todas sus formas, ahoga y no deja “levantar cabeza”.

En esa pequeña sociedad aprendemos lo que nos depara el campo más amplio del trabajo, de la lucha por la vida.

Como padres, sentimos el peso de la responsabilidad si es que nuestro amor es verdadero. Como hijos, sabemos del agradecimiento y aprendemos a valorar el esfuerzo del día a día de nuestros padres. Como hermanos, vivimos  una suerte de juego de rivalidades, amor y crecimiento compartidos y vemos el horizonte del futuro más claro en la confrontación y la discusión,  que  sólo llega hasta donde el amor la deja llegar.

La vida me ha quitado la mitad de mí misma. La muerte de mi hermana, que me cuesta reconocer, me ha dejado desnuda entre la nieve, sin el calor de los encuentros de rutina, sin la alegría de la voz conocida y reconocida, sin la posibilidad de descolgar el teléfono para contarle “¿Sabés que…?”, segura que del otro lado hay un interlocutor atento, un amigo, un compañero, un consuelo o un partícipe de aquel buen momento que a lo mejor no contamos a nadie más.

Nada vale el valor de un hermano. Ni la fortuna que suele ser muy esquiva, ni la fama que puede convertirse en una trampa, ni la ambición que dura poco y lastima mucho.

Como si todo esto fuera poco, mi hermana y yo tuvimos el privilegio de encontrarnos en la senda de la vocación. Y allí nunca valieron discusiones, siempre estuvimos de acuerdo.

Con el apasionamiento de un Beethoven posmoderno, Helena defendía a sus alumnos a capa y espada porque sabía hilar fino en sus diferencias y en sus posibilidades, y aunque su materia era Matemática, lo que sustentó su labor fue en realidad una filosofía de vida, que pisaba fuerte sobre valores fundamentales que lamentablemente se están perdiendo en el shopping de la educación actual.

Ella no era una profesora de matemáticas, era una guía de almas, un ejemplo y un bastión de la honestidad, la tenacidad, la generosidad y la fe.

No se precisa de gestos exteriores traducidos en jornadas de valores, se necesita el accionar diario dirigido a metas valiosas que se cumplan en las pequeñas cosas, en el afecto que se puede hacer llegar a  un ser inmaduro y triste.

Lo demás no deja de ser anecdótico, olvidable, todo lo opuesto a lo que va a ser Helena de ahora en adelante: Un recuerdo que seguirá enseñando a generaciones y generaciones. Lástima que los homenajes siempre sean póstumos.

Dios se lleva a los mejores.

No dejemos que algunos desencuentros, tan comunes para nuestra frágil condición humana, abran paréntesis de espera para brindarnos todo el amor y la compañía entre hermanos, porque la hermandad no puede controlar el tiempo, ese tirano que nunca nos avisa lo que va a ocurrir y se hace lento después, cuando las horas de arrepentimiento por haber retaceado un abrazo, por no haber pronunciado un discúlpame, por no sincerar el motivo de algún enojo que a lo mejor sólo era una mala interpretación, nos dejen varados para siempre en el incómodo y amargo lugar de la culpa.

Nada vale el valor de un hermano.

Los que hemos tenido la suerte de tenerlos cerca en el tiempo, el espacio y el corazón somos bendecidos con el amor más sublime y verdadero.

 

*Raquel Piña de Fabregues 87 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.

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