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lunes, octubre 14, 2024

La herencia | por Raquel Piña de Fábregues*

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Desde que nos convertimos en padres, entre tantas cosas que nos ocupan, el tema de la herencia es uno de los más recurrentes.

¿Qué les vamos a dejar como extensión de nosotros mismos? ¿Cómo va a incidir esa continuidad en el camino que les espera?

Como en cualquier grupo humano, en el barrio de Vieytes y Sarmiento había gente que se destacaba por su participación y compromiso con los demás. La casa de Pichón Monti y Olga Pavón era una posta obligada para todos los chicos de la cuadra, una especie de club infanto – juvenil donde jugaban y comían, aprovechando que, en ese entonces, en el mismo lugar estaba el depósito de la Distribuidora Monti y entre la variedad de alimentos y bebidas figuraban golosinas y snacks de toda clase.

Olga era la gran madraza y Pichón el paciente proveedor. El reparto de soda en los clásicos sifones de vidrio, era entonces de rigor.

La casa de la familia Monti tenía al frente una gran cochera donde se alineaban los envases vacíos para que el sodero los cambiara por envases llenos sin llamar para ser atendido.

Estábamos atravesando un verano muy caluroso y el sol pegaba sin piedad sobre los más de cuarenta grados de temperatura, cuando casi sobre mediodía, nos sorprendió el estruendo de lo que parecía una ráfaga de ametralladora. Pero no. Gracias a Dios habían sido los sifones, que entre el sol y el calor ardiente explotaron produciendo lo que podríamos llamar «reacción en cadena.» Si mal no recuerdo, Olga sufrió un daño colateral con un gran tajo en una pierna.

Justo enfrente a lo de Monti, en el centro de nuestra cuadra, el matrimonio Luisetti y su hijo adolescente, eran también significativos. Luisetti era un policía serio y muy formal y «La Tata», como todos llamábamos a su esposa, era una gran cocinera y tenía en el patio trasero una quinta donde había verduras de toda clase que ella acostumbraba regalarnos.

Cuando florecían los zapallos, con esas flores hacía unas masitas riquísimas que a mis hijos les encantaban. Muchos años después, ya en nuestra casa de Paso y Arenales, cuando por un tiempo se me ocurrió hacer de quintera, volvieron a nuestra mesa las masitas de zapallo y con ellas el recuerdo de la vecina que me pasó su receta.

En el verano, la pileta de natación de los de Terrón abría las puertas, y las tardes transcurrían para los chicos bajo el cuidado de la mamá de Nelly y su tío Jorge.

En los primeros años de los setenta, Pichú, mi tercer hijo, era un pre adolescente y como buen representante de su franja etaria, entre otras cosas, se resistía al baño diario, que era inobjetable.

Juan estaba sentado en la cochera, mientras mi suegra y yo andábamos detrás del antibaño que nos hacía gambetas por todo el jardín delantero. A la corrida se sumó mi marido, que en el afán de alcanzarlo se cayó sobre un rosal muy espinoso y dejó su nuevo y hermoso traje azul convertido en hilachas, pero Pichú terminó como debía, dentro de la bañera.

No fue éste el único episodio destructor protagonizado por mi esposo. Él no le daba importancia a la ropa y muchas veces se tiraba debajo del auto vestido de gala buscando algún desperfecto, cosa que a mí me volvía loca.

Para su cumpleaños le habíamos regalado un pantalón cuadrillé blanco y negro, que estaba muy de moda. Se me había ocurrido pintar con esmalte blanco las sillas de la cocina y para hacerlo con comodidad y al aire libre, las iba sacando de a una a la cochera.

Juan tenía que viajar y estaba esperando que lo fueran a buscar con su pantalón recién estrenado. Vio la silla y el tarro de pintura, le dio una manito al asiento e inmediatamente se sentó en la misma silla que acababa de pintar.

Huelga decir que el pantalón no sirvió más. Ese lugar maravilloso alcanzó a ser la «casa de los abuelos» de mi primer nieto, asistió el despegue de mi hija mayor, que voló del nido para construir el propio, me acercó a personas inolvidables que siguen gravitando en mi vida, como Nelly Terrón y Miriam Santiago y fue un eslabón imprescindible en la cadena de valores que le dan sabor y sentido a la existencia.

Cuando se logre entender que la herencia para nuestros descendientes no sirve para nada si es sólo material, vamos a conseguir la construcción de un mundo mejor.

 

*Raquel Piña de Fabregues 87 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.

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