Hace veinticinco años nacía Aderid en la casa contigua a la mía, allí nomás, detrás de la medianera.
Para los que teníamos hijos especiales que no tenían cabida en las instituciones existentes entonces, se abrió de par en par una puerta a la esperanza.
Poco a poco el proyecto original fue creciendo sin prisa y sin pausa, como todo lo que se construye sobre cimientos fuertes, cimientos de humanidad amasados con perseverancia, objetivos claros, amor por los destinatarios de tanto esfuerzo y la valentía necesaria para insertarse en la comunidad sacando a la luz a nuestros hijos, muchas veces invisibles.
Aderid nació como manifestación de los valores que en estos momentos tambalean, es la clara respuesta de que sí se puede cuando se cree en lo que se hace, y se hace a veces mucho más de lo que se soñó, siempre pensando en ir más allá, porque en el horizonte está la felicidad de muchas familias como la mía, que encontraron allí su lugar de cuidados, de encuentros enriquecedores, de abrazos fraternales sobre problemáticas compartidas que aliviaban la carga llegando al corazón.
En ese ambiente tan exquisito, mi hijo Rodolfo, más conocido como el Negro y concurrente decano de Aderid, pasó de adulto joven a señor de la tercera edad conservando su sonrisa o sus rabietas habituales y amando tanto como el resto de la familia, el espacio que le brindó una vida distinta, mejor.
Vaya mi agradecimiento a los gestores de este milagro, integrantes de la primera comisión que tuvieron que luchar contra molinos de viento y a los que desde entonces hasta ahora han sabido recoger la cosecha y volver a sembrar cada vez un poco más, cada vez con mayor esperanza.