Desde que me acuerdo de mí, mi vida transcurrió entre libros.
Mis padres fueron grandes lectores y por eso en el panorama familiar no faltaban las estanterías repletas de la palabra, real o ficcional, de los grandes pensadores del mundo de todos los tiempos.
Entre los regalos que muy habitualmente se nos hacían, además de juguetes había muchos libros, cuyo contenido fue cambiando a medida que la primera infancia se convirtió en niñez y la niñez en adolescencia.
Así me introduje en el fascinante mundo de los grandes escritores y en el asombro de la filosofía, que llegó de la mano de la historia, tan necesaria para comprender cómo llegamos a donde estamos hoy.
No es casual que a mi vocación por la enseñanza se haya sumado la de bibliotecaria, un espacio de decisión tan acertado, que lo disfruté aún a través de un enjambre de dificultades.
Y aquí estoy ahora, a mis ochenta y siete años, mirando en retrospectiva el camino recorrido en la Biblioteca del IMI, que inicié en 1970 y concluí en 2008, fecha en que me jubilé a los setenta y dos años con cincuenta y tres de ejercicio de la docencia.
Entonces, en la pequeña sala ubicada en los altos del colegio, pegada a la capilla, que de hecho se comunicaba con el coro, había una escasa cantidad de material de lectura sin ningún tipo de clasificación ni orden.
La primera tarea fue, por lo tanto, convertir tantos libros desaprovechados en algo fácil de usar.
Todavía no había hecho el curso de bibliotecaria, por lo que fui a buscar consejo al CIE, cuya jefa era entonces mi ex alumna Luz Divina Vélez de Tassaroli.
Siempre me caractericé por ser muy generosa en el momento de prestar mis libros, sorda a los consejos de Sir Arthur Conan Doyle, poseedor de la biblioteca particular más grande de Inglaterra, que decía: “Amigo, nunca prestes libros, yo formé así esta biblioteca”. O sea pidiendo y no devolviendo.
Para ilustrar mejor las indicaciones que me iba dando en referencia al registro y catalogación del material, Luz sacó un libro al azar y ¡oh sorpresa!, era nada más y nada menos que el valiosísimo libro de Psicología infantil del español Jerónimo de Moragas, que me había costado un ojo de la cara y que alguien a quien yo se lo había prestado para unas jornadas pedagógicas, había donado al CIE en lugar de otro que había perdido.
Y estaba ante mí con mis letreros en rojo y verde de acuerdo a la categoría de la información, con los ¡ojo con esto!, resaltados en amarillo, que indicaban algo muy importante que había que completar con otras investigaciones.
Como ya estaba fichado, usado y prestado muchas veces, me di el lujo de regalarlo yo.
Después me introduje en la técnica del manejo del material haciendo un curso de la Biblioteca Nacional, que se dictaba en la Biblioteca Municipal sábados y domingos con una duración de ocho horas por día, para lo que un equipo viajaba a Villegas desde Buenos Aires.
Fue, a pesar de las exigencias de extensos horarios y chicos que quedaban en casa al cuidado de familiares de buena voluntad, una experiencia maravillosa, que la atención cuidadosa de mi ex alumna Nora Rovella hacía aún más gratificante.
Ese reducto en los altos de la escuela, con ventanas abiertas al patio, casi un altillo, fue desde ese momento un lugar mágico, donde todo se podía hacer y donde lo más importante era nutrir la mente de todos los estudiantes y hacerlos felices.
Ser bibliotecario en una escuela, más aún en el IMI que reúne todos los niveles de la enseñanza, es ejercer la docencia de la forma más gratificante, sin el escollo de la nota, tan imprescindible y tan molesta a veces. Algo así como un mal necesario.
Allí, al término de la crujiente escalera de madera, fui profesora, amiga paciente dispuesta a escuchar alegrías y tribulaciones y fui un poco madre de las pupilas que siempre conmovieron mi corazón al pensar en mis propios hijos.
Desde las ventanas abiertas al patio del aljibe, síntesis de la actividad escolar de años y años, yo veía travesuras de las que nadie se daba cuenta, observaba caritas alegres y otras tristes, que a lo largo del día aparecían para contarme los motivos de su felicidad o su disgusto, lo que me hacía sentir un poco como un sacerdote en el confesionario.
Aprendí a leer el lenguaje de los ojos y las manos y mi sentido de la tolerancia ganó en espacio y en profundidad.
Durante casi veinte años acompañé a las alumnas de quinto año a la Feria del Libro, junto a otras profesoras entre las que tengo que destacar a Lilian Chiauzzi.
Esa especie de viaje aventura cultural me dejó para el recuerdo muchas anécdotas, tantas, que con ellas solas podría escribir un libro.
Por ejemplo cuando al término de un almuerzo en una pizzería, luego del cual debíamos asistir a una función del Teatro Lassalle, se nos había desaparecido una de las chicas, por lo que decidimos que Lilian y yo nos quedaríamos a buscarla mientras los demás llegaban a tiempo.
Enseguida, por una de las esquinas apareció nuestra Houdini balanceando una bolsa llena de ovillos de lana que había visto al pasar en una vidriera.
Sin notar que en ese momento nuestro instinto asesino era de temer, con gran naturalidad nos dijo: “No fui más que a comprar lana”, como la cosa más natural del mundo.
Es imposible de olvidar aquella vez que paramos a comer algo en una confitería ya en el camino de vuelta a Villegas y al salir nos sorprendió un reguero de bolsas de plástico y papeles alrededor del colectivo.
Pero la gran sorpresa fue que nos habían vaciado el equipaje incluyendo los libros que habíamos comprado en la Feria.
A mí además me tocó perder una campera que no había alcanzado a estrenar.
Un espacio aparte merece mi relación de muchos años con la Biblioteca Municipal, ayudada por la cercanía. Con sólo cruzar la calle podía hacer mis búsquedas de información más completas y en ocasiones era yo la que acercaba datos y materiales.
De ese trabajo en común recuerdo, no sin un lagrimón, a la pequeña gigante directora de la Biblioteca Municipal, Susana Cañibano, pieza fundamental de la transformación de esa entidad clave para la cultura villeguense.
El altillo con olor a madera lustrada y a papel fue resultando chico y las innumerables fichas de cartón desaparecieron tragadas por los programas de informática ad hoc, pero lo que nunca va a cambiar es la figura de “él o la bibliotecaria”, de la misma manera que nada va a reemplazar nunca a la figura del maestro en el proceso de enseñanza aprendizaje.
Sólo los que cumplimos esa tarea con auténtica pasión y con la posibilidad, nada más y nada menos que de apropiarnos con toda legitimidad del pensamiento universal y alcanzarlo como herramienta válida a los demás, disfrutamos en esencia de ese goce incomparable.
Foto: Raquel junto a compañeras del IMI en su despedida por jubilarse después de 53 años de trabajo docente.
*Raquel Piña de Fabregues tiene 87 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.