Cada jueves, en el ciclo “Goyo, el Memorioso”, Román Gregorio Alustiza nos invita a recorrer la historia viva de General Villegas a través de personas que dejaron huella. Esta vez, el recuerdo se posó sobre la figura de Josefa María Echave de Carrozzi, conocida por todos como Maruca. Una mujer que no solo marcó a generaciones de villeguenses con su calidez y compromiso, sino que también transformó la educación artística local a través del inolvidable taller-escuela La Fragua.
Hablar de Maruca es hablar de una época, de una forma de entender la docencia, de un modo profundo y generoso de estar en el mundo. Nacida el 12 de agosto de 1929 en una familia numerosa –siete hermanos en total–, fue hija de Agustín y Jacinta, y compartió su vida con hermanas como Porota, Anita y Rita, su compañera inseparable. Los hermanos varones también dejaron su impronta: el “pibe”, “el nene”, como los conocían, y Enrique.
Desde pequeña, Maruca demostró una sensibilidad especial. Estudió en el Ateneo de la Juventud de Lincoln, bajo la tutela del profesor Urcola, y ya entonces comenzó a forjar su vocación por la educación artística. Más adelante, se casó con Tito Carrozzi, un hombre tan comprometido y particular como ella, y juntos fundaron un proyecto que cambiaría para siempre la historia cultural de Villegas.

La Fragua: arte sin moldes, creatividad sin fronteras
En 1959, en una casa ubicada en la calle Pringles, nació La Fragua. Allí, Maruca y Tito abrieron las puertas de su hogar –literalmente– para recibir a chicos y chicas de todas las edades que quisieran pintar, dibujar, expresarse. Un año más tarde, el taller se trasladó a la calle Moreno, a metros de la sede social de Atlético Villegas. Desde entonces, se convirtió en un verdadero ícono de la ciudad.
La propuesta de Maruca era simple, pero revolucionaria: La Fragua no tenía exámenes, ni evaluación, ni requisitos de admisión. Era gratuita y abierta a toda la comunidad. Los materiales –pinceles, témperas, papel, trapitos– estaban siempre disponibles, y los chicos podían expresarse con absoluta libertad. Maruca no corregía, no imponía, no juzgaba. Acompañaba, alentaba y celebraba cada trazo como un acto de creación único.
Por esa filosofía, La Fragua no solo formó artistas: formó personas. Según contó Goyo, una encuesta informal entre conocidos reveló que 9 de cada 10 villeguenses habían pasado por el taller. Un espacio donde no solo se enseñaba a pintar, sino también a compartir, a convivir y a descubrir el propio potencial.

Reconocimiento internacional y pertenencia local
El impacto de La Fragua trascendió las fronteras de General Villegas. Las obras realizadas por sus alumnos participaron en concursos internacionales en Bélgica, Polonia y Buenos Aires, obteniendo medallas de oro, de plata y múltiples menciones. Aún hoy, muchas de esas pinturas circulan por la comunidad, expuestas con orgullo como parte de un legado compartido.
Pero lo más valioso fue, quizás, esa transformación silenciosa que provocó Maruca en la vida de tantos chicos y chicas que, gracias a ella, se animaron a expresarse. En tiempos donde el arte no siempre era valorado como una herramienta de crecimiento humano, ella insistió en su poder educativo y emocional.
Un proyecto que la comunidad adoptó como propio
En 2009, cuando Tito y Maruca ya habían cumplido 50 años al frente del taller, el cansancio los empujó a pensar en cerrar. Fue entonces cuando Antonio Carrozzi –hijo del matrimonio y secretario de Obras Públicas en ese momento– trasladó la inquietud al intendente Gilberto Alegre. Poco después, la Municipalidad adquirió una propiedad en Castelli y Belgrano, asegurando la continuidad del espacio como escuela municipal de arte.
La decisión fue clave, aunque coincidió con un doloroso episodio: el trágico accidente que sufrió Antonio, cuya muerte impactó profundamente en la familia. Tiempo más tarde, otro golpe sacudió al matrimonio: el fallecimiento de Mario, el otro hijo de Maruca y Tito, muy querido en la comunidad. Fueron momentos difíciles, pero también reveladores de la entereza y resiliencia de ambos.

Una vida de distinciones y afectos
Maruca fue también la primera directora del Museo Municipal de Bellas Artes, creado en 1969. Su trabajo en la difusión y promoción del arte fue reconocido por la Cámara de Diputados de la Provincia, que la distinguió como “Mujer Bonaerense del Año”. Más recientemente, el Jardín de Infantes N° 917 recibió su nombre como homenaje permanente a su legado.
Entre anécdotas familiares y recuerdos entrañables, Goyo compartió una escena que pinta de cuerpo entero a Maruca. En una clínica de Capital, donde habían ido a visitar a Antonio, se cruzaron con Palito Ortega, que reconoció a Maruca y la saludó con afecto. Ella, con su habitual humildad, respondió: “Te tengo visto de algún lado”. La anécdota refleja no solo su carácter sencillo, sino también el respeto que supo despertar aún entre figuras reconocidas.

El misterio de una artista oculta
Durante décadas, Maruca se dedicó a enseñar sin mostrar su propia obra. Nadie la vio pintar. Sin embargo, años después, familiares encontraron guardados decenas de dibujos y pinturas suyos. Eran piezas extraordinarias, que confirmaban lo que todos intuían: además de ser una gran educadora, Maruca fue una artista sensible y talentosa, aunque eligiera no exhibirse.
Ese tesoro oculto, que hoy forma parte del patrimonio emocional de su familia y su comunidad, revela otra dimensión de su personalidad: la de una mujer que priorizó siempre a los demás, que vivió para dar, y que hizo del arte una herramienta de transformación social.
Una huella que no se borra
Recordarla es también reafirmar la importancia del arte, la memoria y el compromiso en la vida de una comunidad. Como dijo Goyo, “cuando la tarea de una persona trasciende su propia vida y pasa a formar parte de la comunidad, es porque ha dejado una huella profunda”. La Fragua sigue funcionando, sigue formando, sigue latiendo con el espíritu de Maruca y Tito.
Y mientras cada pincel recorra un papel en esa escuela, mientras un niño descubra que puede crear algo único, Maruca estará ahí. Porque hay vidas que no terminan: simplemente cambian de forma y se hacen comunidad.