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jueves, junio 12, 2025
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Magda Albín: un viaje entre la valentía, el mar y la transformación

Hace más de un año y medio, Magdalena Albín soltó amarras. No solo en sentido literal, sino también simbólico. Dejó atrás las certezas, la rutina, el confort y el ritmo urbano que marca los días sin que uno lo note. Decidió embarcarse en una aventura náutica sin garantías, pero con una brújula muy clara: el deseo de vivir de otra manera. Con valentía, intuición y sed de descubrimiento, subió al Vis a Vis, un velero que con el paso del tiempo se convertiría no solo en su hogar, sino también en su escuela, su refugio y su punto de partida hacia una vida nueva.

Junto a su compañero Sebastián, Magda tomó la decisión de cambiar el rumbo literal de su existencia. Ambos compartían el mismo anhelo: explorar el mundo a través del mar, experimentar una vida nómade, prescindir de lo superfluo y sumergirse en la esencia de lo simple. El viaje comenzó en España, con destino inicial en el Caribe. Un itinerario que sonaba a postal, pero que terminaría convirtiéndose en una experiencia mucho más profunda y transformadora.

La motivación no era el turismo tradicional. No buscaban acumular fotos, ni tildar destinos en una lista. Buscaban otra cosa: vivir el presente con intensidad, entender el mundo desde otras orillas, vincularse con culturas y personas desde lo humano, y aprender a convivir con lo imprevisible.

Una travesía que cambió su forma de ver el mundo

En el programa GPS Villeguenses por el Mundo, Magda contó con detalle el inicio de esta aventura. Recordó la mezcla de vértigo, emoción y libertad que sintió la primera vez que el viento empujó las velas del Vis a Vis y el puerto quedó atrás. No había certezas. Solo una dirección aproximada y la disposición plena a lo que viniera. Ese fue el primer gran aprendizaje: soltar el control.

El plan original era cruzar el Atlántico rumbo al Caribe. En los primeros meses, la navegación fue relativamente predecible. Días tranquilos, temperaturas agradables, paisajes soñados. Pero más allá de lo visual, lo que empezó a calar hondo fue el vínculo con el tiempo. El mar no se apura. Obliga a observar, a esperar, a confiar. Las velocidades de la vida moderna quedaban, literalmente, atrás.

Todo cambió tras el cruce del Canal de Panamá. Ahí, el viaje entró en otra etapa. Ya no era una aventura vacacional, sino una verdadera expedición de vida. A partir de ese punto, comenzaron a descubrir lugares remotos, culturas que no estaban en ninguna guía turística, y personas con formas de vivir absolutamente distintas a las que conocían.

Islas desconocidas, intercambios inesperados y nuevas formas de vida

Magda no solo cumplió un sueño al visitar Galápagos. Fue más allá. Se encontró con lugares como las Islas Marquesas, atolones del Pacífico donde la vida transcurre al margen del tiempo global. También llegaron a lugares donde el concepto de dinero era casi anecdótico. En varios puertos, los intercambios se daban con una naturalidad desarmante. Una remera de Messi podía equivaler a una provisión completa de frutas y verduras frescas. Un poco de café, a cambio de pescado recién salido del mar.

Eran formas de intercambio que no respondían a ninguna lógica de mercado, pero que sí respondían a una lógica de humanidad. Magda comprendió que en muchos lugares del mundo todavía se sostiene una cultura del dar y del compartir. Esa generosidad genuina dejó en ella una huella indeleble.

También vivió encuentros especiales. Como el de Bocarán, un delfín de la Polinesia Francesa que se acercaba a los buzos y parecía buscar contacto. “Parecía reconocerme”, dijo Magda. Era como si la naturaleza le respondiera con gestos, como si todo el viaje hubiera despertado sentidos nuevos.

El mar, ese gran maestro silencioso

El océano, más que un escenario, fue el gran protagonista de esta historia. Navegar implica adaptarse, observar, aprender. Y sobre todo, respetar. La inmensidad del mar enseña que el control es una ilusión. Que hay que confiar en la preparación, pero también en el instinto.

Durante los tramos más largos, como el cruce de Nueva Zelanda a Chile –37 días sin ver otra embarcación ni tierra firme–, el desafío fue doble: físico y emocional. Sin embargo, Magda nunca sintió miedo paralizante. Sabía que los riesgos estaban, pero también sabía que estaba preparada. Esa preparación fue clave para mantener la calma durante tormentas, fallas técnicas y momentos de tensión.

A bordo, los días eran largos y simples. El sonido constante del agua, el viento, los turnos de guardia, la lectura, la música. En esas condiciones, cada detalle cobraba sentido. Leer un libro por día se volvió rutina. Escuchar música en las guardias nocturnas, un consuelo. Y compartir silencios, una forma de comunicación.

La salud, el mayor temor

Uno de los temores más persistentes no fue una tormenta ni el mal tiempo, sino algo que escapa a todo cálculo: la posibilidad de una emergencia médica. ¿Qué hacer en medio del Pacífico si alguien sufre una apendicitis? Esa posibilidad rondaba la cabeza de Magda con frecuencia. Por eso, se preparó, llevó botiquines especiales y protocolos de actuación. Aun así, sabía que siempre quedaba un margen de incertidumbre.

Pero el cuerpo respondió. Y también la mente. Porque el viaje no solo fue físico. Fue también una prueba de fortaleza emocional. De estar presente. De aprender a vivir con lo esencial.

Las Malvinas y el peso de la historia

Otro de los momentos más significativos fue la llegada a las Islas Malvinas. Magda lo vivió como un sacudón emocional. Escuchar a los habitantes hablar sobre el conflicto desde su propia mirada, visitar el cementerio, dialogar con quienes habitan allí día a día… todo eso le permitió comprender que la historia no es una sola. Que los hechos tienen múltiples lecturas. Y que el dolor se manifiesta de maneras distintas, pero igualmente legítimas.

Fue un momento de reflexión. De sentirse pequeña frente a una historia mayor. Y al mismo tiempo, de valorar la posibilidad de ver las cosas con otros ojos.

El regreso y la pausa

Volver a tierra firme, en Argentina, fue otra travesía. Buenos Aires le pareció abrumadora. Ruidosa, acelerada, excesiva. Después de vivir con un short y cinco camisetas durante un año y medio, reencontrarse con el consumo y las rutinas fue difícil. Había que volver a adaptarse. A los horarios, a las obligaciones, al ruido de una ciudad que nunca se detiene.

Pero Magda sabe que ese regreso no es definitivo. El Vis a vis la espera en Uruguay. Todavía no sabe cuándo, pero está segura de que volverá a zarpar. Quizás hacia las Marquesas otra vez. O tal vez hacia destinos que aún no conoce ni imagina.

Una vida en movimiento

Para Magda, el movimiento es más que desplazarse: es una forma de estar en el mundo. Su viaje no fue solo una travesía náutica. Fue una transformación interior. Aprendió a soltar, a confiar, a vivir con lo mínimo. Descubrió otra manera de habitar el tiempo, los vínculos y la naturaleza.

Hay viajes que cambian la geografía. Otros, que cambian a la persona. El de Magda hizo ambas cosas. Y todavía continúa. Porque hay decisiones que no tienen retorno, solo nuevos horizontes.