El bandoneonista villeguense que dominó todos los instrumentos, grabó con Piero, transmitió su propia radio y dejó su última nota frente a un auditorio lleno: la vida y la leyenda de José Oscar “Ritmo» Pont.
Lo conocían como Oscar Pont, aunque en el documento figuraba José Oscar. Nació en 1942, hijo de José Pont y Rosa Traverso, con raíces en Villa Sauze e Intendente Alvear. En General Villegas se volvió sinónimo de música: tocó bandoneón, piano, batería, guitarra y acordeón, pero el bandoneón –ese aerófono portátil de viento que se acciona con botones, nacido en Alemania y adoptado por el Río de la Plata– lo puso en escena y lo sostuvo en el cartel durante décadas. Su talento convivió con una bohemia generosa y una pasión que no negoció jamás: tocar.
Aprendió con maestros de los grandes: estudió con Eladio Blanco y admiró profundamente a Aníbal Troilo y Astor Piazzolla. En la escena local rescató a Jorge Dragone y al Sexteto Tango como referencias. Se lo veía en un Citroën amarillo con el bandoneón ocupando el asiento trasero, listo para aparecer en una peña, un club o un festival. Cuando hablaban de su ambición artística, respondían con una comparación que en Villegas salió del corazón: “era nuestro Pichuco”.
El sonido propio y una ética del escenario
Pont se destacó por un modo de tocar que desafiaba a sus propios acompañantes. Quienes compartieron tablas con él –como Oscar “Cuchaco” Domínguez o Rubén Becerra– contaron que era “imposible seguirlo” cuando el impulso creativo lo llevaba a romper los recorridos previsibles. Esa velocidad para “arreglar un tanguito” en el momento hizo escuela en juntadas y shows íntimos. Como artista, eligió una ética poco común: si cobraban 100, él –figura principal– se quedaba con 20 y repartía el resto entre sus compañeros. Tocaba por pasión y por la recompensa inmaterial del aplauso.

De Radio Splendid a “Buenas Ondas”: la huella y las grabaciones
Su nombre empezó a sonar fuerte desde 1977 en Radio Laboulaye. También sonó en Radio Splendid, una de las emisoras más escuchadas del país, que difundió algunas de sus grabaciones y lo hizo trascender el ámbito local. Actuó en el viejo Club Recreativo (hoy Atlético) con Alberto Marino y se ganó elogios que lo ubicaron enseguida entre los imprescindibles del circuito zonal. En 1983 dejó registro en “Buenas Ondas”, un festival benéfico, donde grabó junto a Piero y la pianista Marta Gray –compañera musical y afectiva en un tramo de su vida–. En los cassette caseros se leía Oscar «Ritmo» Pont, apodo que resumía su pulso.
Un bandoneón con historia y la leyenda Lito Rodríguez
Otro capítulo de su mito giró alrededor del instrumento. Necesitaba un bandoneón mejor y terminó con uno “pesado”, negro, de trayectoria, que había pertenecido a Quito Rodríguez, bandoneonista de la célebre orquesta de Lito Rodríguez. Aquella formación se contrataba con dos años de anticipación –de ahí el dicho popular villeguense–, y el instrumento heredó giras y bailes por el oeste bonaerense, La Pampa y el sur cordobés antes de pasar a las manos de Pont.
El oficio, la casa-taller y las noches de peña
Oscar atendía en su casa de la calle Arenales, frente a Plaza San Martín. Recibía gente con mates, arreglaba grabadores de periodistas y, casi como peaje amistoso, invitaba a escuchar o a participar. Tocó en el pub del “Gordo” Bordachar, en la esquina de la plaza, y animó asados memorables –de esos que todavía conservan fotos–, con Rubén “Pelado” Mastrángelo en voz y parejas que se largaban al tango en medio del patio.
Fue también un adelantado en la radio local: montó una emisora propia en su casa, con una gran antena que se divisaba desde la plaza, y transmitía únicamente música. No tenía horarios. Su programación dependía de su ánimo, de sus ganas, o de esa mezcla de soledad y bohemia que lo acompañó toda la vida.
La dificultad del fuelle y la búsqueda de acordes “imposibles”
Pont explicaba con paciencia que el bandoneón tenía su propia trampa: las teclas cambiaban el sonido según se abriera o cerrara el fuelle. Lo obsesionaban los acordes compuestos, las séptimas y novenas, y la idea de que, incluso en una música de raíz popular, había espacio para la complejidad y la sorpresa. Esa búsqueda lo llevó a horas y horas de ensayo, en soledad o con un cuarteto, y a actuar donde hubiese un enchufe y un auditorio dispuesto.

“Si algo me pasa, que sea en el escenario”
Oscar decía –medio en serio, medio como destino– que si algo tenía que ocurrirle, prefería que le sucediera arriba del escenario. Y el destino, a veces, escucha: su última función fue en Pehuajó, solo con el bandoneón. En pleno show saludó, agachó la cabeza y se durmió para siempre. El público aplaudió creyendo que cerraba el tema; en realidad asistía a un adiós único, a la medida de un artista que vivió para tocar.
Murió el 20 de julio de 2002, Día del Amigo, con apenas 60 años. El dato completó la poesía de esa despedida, como subrayó en un poema Juan Martínez, compartido por oyentes desde Piedritas.
Memoria viva en las calles de Villegas
Quedó su ruta cotidiana en el recuerdo –el Citroën amarillo, el bandoneón en el asiento trasero–, su generosidad al repartir cachets, la fidelidad al sonido del fuelle, la admiración por los grandes y el orgullo de pertenecer a una escena local que también lo admiró. “Él era un huracán”, dijeron quienes lo escucharon de cerca. Por eso, cuando suena “El huracán” en alguna radio o en algún vivo, todavía parece que Oscar se prepara para entrar con el primer acorde. Y en Villegas, cada vez que se hable de bandoneón, su nombre volverá a caminar las mismas calles.



