La historia de una villeguense que cambió la rutina porteña por la aventura europea, y que hoy encuentra en Sicilia un refugio donde el mar la acompaña y el sol parece entenderla.
Cecilia Odetto nació y creció en General Villegas, en una casa donde la vida pasaba tranquila y los chicos jugaban hasta la noche en la vereda. “Tuve una infancia hermosa”, recuerda en el GPS de la semana. Sus padres trabajaban mucho, y quien la cuidó de chica fue Mariana, la niñera de toda la vida, a quien todavía llama “mamía”. La libertad de salir sola, de jugar en la calle y de conocer a todo el barrio quedó grabada como una de las cosas más valiosas de haber crecido en un pueblo.
Terminó el secundario en el viejo Nacional, en una promoción que todavía conserva los lazos de la amistad. “De mi adolescencia tengo los mejores recuerdos. Éramos un lindo grupo, muy unidos, siempre haciendo algo.” Al terminar, como tantos jóvenes villeguenses, tuvo que irse a estudiar. “Nunca tuve demasiadas ganas de irme, pero mis viejos me empujaron y hoy se los agradezco”, dice.
Así llegó a La Plata con apenas 18 años, una valija, pocos ahorros y el mandato de estudiar periodismo. “Me fui a una pensión con veinte pibas. Al principio la pasé mal, extrañaba todo. Pero después me acostumbré.” La universidad fue el primer gran salto, aunque no el definitivo. “La carrera no me atrapó. Yo pensaba que iba a ser Susana Giménez, no sé qué flasheé”, se ríe. En cambio, empezó a trabajar: fue niñera, moza, vendedora en una marroquinería, y hasta empleada en una talabartería que era de una familia de Villegas.
Del aula a la oficina porteña
Con los años, la vida la llevó a Buenos Aires. Ingresó a trabajar en el área de Rentas del Gobierno de la Ciudad y allí se quedó casi dos décadas. “Viajé cuatro años seguidos todos los días de La Plata a Capital. Me levantaba a las cinco, me tomaba el micro, el subte, y volvía de noche. Hoy lo pienso y no entiendo cómo lo hacía.” En 2011 logró alquilar su propio departamento en Palermo, frente al Hospital Gutiérrez, y allí vivió hasta la pandemia.
“Eran tiempos intensos, pero sentía que tenía mi vida armada”, recuerda. Trabajaba, tenía amigos, salía poco, pero disfrutaba del ritmo porteño. Hasta que el mundo se detuvo.
La pandemia, un punto de inflexión
“Me agarró sola en un monoambiente. Del otro lado de la calle tenía un hospital, carpas, ambulancias, caos. Si no me contagié de COVID ahí, no me lo agarro más”, bromea. Pero más allá del miedo, la pandemia le trajo algo inesperado: el regreso a Villegas.
“Cuando empezaron a liberar, me trajo un amigo en su camioneta. Volver al pueblo fue sanador. Ver a mis viejos, reencontrarme con mi hermana que también había vuelto, redescubrir los atardeceres del parque. Todo me pareció nuevo. Fue como si el tiempo se hubiera detenido.”
Esa calma, sin embargo, duró poco. Cecilia empezó a sentir que algo la empujaba de nuevo a moverse. “Me puse a repartir currículums en el pueblo y me sentí rarísima. Me costaba enfrentar eso. Me encontré con miradas que me hicieron recordar la adolescencia, como si no encajara del todo.”
Fue entonces cuando su hermana Mariana, que vivía en Europa, le mandó un largo audio de WhatsApp. “Eran veinte minutos, lo escuché un día que estaba sensible. Y sentí que tenía que irme. Fue mi alma la que decidió. Ella me sacó el pasaje, porque yo no sabía ni cómo hacerlo. El 18 de noviembre me subí al avión. Me iba sin saber a qué.”
De Barcelona a los Pirineos
Mariana la recibió en el aeropuerto de Barcelona con una escena de película. “Había una chica con un cartel que decía ‘¿sos el lobo?’. Cuando abrí el papelito, era un mensaje de mi hermana. Salió corriendo desde atrás de una columna, con gente filmando. No lo podía creer.”
Tras unos días juntas, Cecilia tomó un micro a Andorra, un pequeño país enclavado entre España y Francia, rodeado de montañas y nieve. “Llegué a Pas de la Casa, el lugar más alto del valle. A los pocos días ya estaba trabajando como camarera de piso. Venía de estar sentada en una oficina, mi cuerpo no entendía nada. Fue durísimo.”
Las primeras semanas fueron un golpe físico y emocional. “Trabajábamos muchísimo, no parábamos ni para comer. Pero conocí gente hermosa, sobre todo compañeras colombianas que me ayudaron un montón.” Con el tiempo, el cuerpo se adaptó. “Aprendí a no tomármelo personal. Un día te echan, al otro tenés trabajo nuevo. Así es allá.”
Pasó por tres hoteles distintos: limpió habitaciones, lijó paredes, pintó techos, colocó cerámicos. “Hice cosas que nunca imaginé. Hasta aprendí a usar un taladro.” Esa experiencia la transformó. “Me di cuenta de que podía hacer cualquier cosa. Que no hay trabajo chico cuando uno lo hace con dignidad.”
Un viaje soñado en motorhome
Cuando terminó la temporada de invierno, su hermana la invitó a recorrer el norte de España en motorhome. “Era un sueño que teníamos desde siempre. Ella organizó todo y me pasó a buscar. Yo solo me subí.” Durante doce días recorrieron pueblos, caminos de montaña y el lugar donde nació su abuelo. “Fue un viaje de risas, charlas y reencuentro. Aprendimos mucho la una de la otra. No quería que se terminara.”
Sicilia: el mar como destino
De regreso en Andorra, Cecilia sintió que era momento de otro cambio. “Me fui a Barcelona, dormí unos días en un hotel cerrado y desde ahí tomé un vuelo a Sicilia.” Sin conocer a nadie, fue recibida por una pareja de argentinos que la contactó por WhatsApp. “Me esperaron en el aeropuerto y me llevaron a Casuzze, un pueblito que pertenece a Marina di Ragusa. Es más chico que Villegas, pero tiene un mar impresionante.”
En ese rincón del sur italiano encontró su nuevo hogar. “Trabajo en hoteles, en bares, en lo que salga. Camino cinco cuadras y tengo el mar. Es un privilegio.” Aunque reconoce que no todo es fácil. “Los sicilianos son cerrados, muy tradicionales. A veces te miran raro por usar top en la playa. Pero yo ya no vuelvo atrás, vine con otro chip.”
A pesar de las diferencias culturales, se siente agradecida. “El mar me equilibra. Voy al trabajo caminando por el Lungomare, con el sol saliendo. Eso no tiene precio.”
Entre el coraje y la búsqueda
Cecilia insiste en que su viaje no fue una huida, sino una búsqueda. “No me vine escapando. Me vine buscando. Si algún día siento que estoy aguantando, me tomo un avión y vuelvo. Pero por ahora estoy donde tengo que estar.”
Habla con serenidad, sin nostalgia ni arrepentimientos. “Volveré a Villegas cuando tenga ganas. Mis viejos, mis amigos, mi historia están ahí. Pero ahora mi presente está acá.”
Hoy, desde su pequeño departamento siciliano, con el sonido del mar colándose por la ventana, repasa el camino recorrido: la infancia en el pueblo, los años de oficina, la pandemia, las dudas, las mochilas llenas y vacías.
“Animarse siempre vale la pena”
Su historia podría parecer una aventura romántica, pero detrás hay esfuerzo, cansancio, incertidumbre y muchas noches de soledad. Aun así, Cecilia no duda. “Aprendí que nunca es tarde para empezar otra vez. Que los miedos son parte del camino, pero no pueden frenarte. Que la vida se hace andando.”
Desde General Villegas hasta Sicilia, pasando por La Plata, Buenos Aires, los Pirineos y el Mediterráneo, su recorrido está hecho de decisiones valientes. “Me fui sin saber a qué. Volví, me volví a ir. Y en cada vuelta me encontré con algo nuevo de mí misma.”
Mientras el sol cae sobre las playas italianas y las calles se vacían, Cecilia Odetto se prepara un té y mira por la ventana. Sonríe. “No sé dónde terminará este viaje –dice–, pero sé que valió la pena animarse.”



