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viernes, 19 abril, 2024

CINE EN CASA: La fascinación del terror (parte 2)

¿Sin planes para este frío fin de semana? Presentamos una nueva edición de la columna «Cine en casa» y, en esta oportunidad, el terror vuelve a estar en el centro de la escena. El bien y el mal, el fuego purificador de lo divino y las llamas impías del infierno, Federico Fornasari reflexiona sobre un tema tan viejo como la humanidad y también nos invita a que nos dejemos consumir por el fuego sagrado del buen cine.

Hay una canción de Divididos cuya letra alude a que “el Bien y el Mal definen por penal”. La misma es adecuada a lo referido en la columna anterior cuando acercamos algunos conceptos del cine de terror. Adecuada, aunque no definitiva. Tales películas manipulan una teología, podríamos decir, que alimenta y dinamiza su enorme temática.

Existen el Bien y el Mal, lo Conocido y lo Desconocido, la Luz y la Sombra. Hay, así, “fronteras” que no deberían ser traspasadas. Pero estos filmes lo hacen; traspasan y reflejan peligros que conviven entre nosotros, o mejor dicho, en el conflicto permanente de nosotros o lo que ignoramos de los demás.

El de terror es un cine que siempre seguirá vigente, porque jamás dejarán de estar vigentes las aristas de la condición humana que le dan origen: el miedo a la oscuridad, al regreso de los muertos que pueden reprochar algo, a la muerte misma o a la locura. Y también el miedo al fuego.

No a las llamas de las simples fogatas, como las de un asado o para entrar en calor. No, acá se trata del temor o reverencia al fuego “religioso”, ese fuego que supuestamente habita en el infierno, o que dicen también pertenece a Dios -conocido como fuego purificador-; a muchos dioses -invocados en las supersticiones de variados pueblos-, y a los que se encendían por acontecimientos de la propia naturaleza.

Así, por ejemplo, al comienzo del invierno en el hemisferio norte, se prendían desde la antigüedad fuegos para intentar devolver su fuerza a un sol que día a día se mostraba más débil. Según las creencias populares, esas noches o días mágicos de enormes hogueras al aire libre generaban una misteriosa comunicación entre el mundo profrano y el mundo sagrado.

Los cristianos, a fines de junio de cada año, conmemoran la “fiesta” de San Juan y San Pedro. ¿Quién no recuerda el acarreo de ruedas de gomas de autos o cualquier elemento combustible hacia terrenos y barrios de Villegas, para el encendido de enormes fogatas en honor a ellos?

Ambos apóstoles habrían sido ejecutados alrededor del año 67 por orden del emperador Nerón. A Juan lo decapitaron en la ciudad de Ostia, cerca de Roma, y a Pedro lo crucificaron cabeza abajo, según su deseo, por considerarse indigno de morir como Jesús. Cierto o no, lo que importaba era el fuego, juntarse a su alrededor y ver quién hacía la llama más alta.

En efecto, más allá de la motivación de encender la chispa, lo concreto es que el símbolo del fuego tuvo siempre apariencia mística: expulsa al demonio de las brujas -por eso se han quemado mujeres en la hoguera-, ahuyenta los malos espíritus y acerca una especie de fusión entre distintas doctrinas o posturas vinculadas a las creencias de diversos orígenes, tanto monoteístas como paganas.

El cine estuvo –y está- atento a ese tipo de ritos o costumbres, y el fuego ha sido uno de los protagonistas mejor pagados. Si bien desde el propio nacimiento del celuloide ya se juntaban las ramitas para el momento culminante del encendido; en los multifacéticos decenios de 1960 y 1970 se vivió una especie de apogeo ardiente y oscurantista que se rebelaba ante el orden establecido.

Asistimos en la actualidad, como un retorno a dichas décadas, a una gran cantidad de películas que pusieron de nuevo en cartel todas estas cuestiones “fogosas”, y las danzas siniestras o amenazadoras en honor a alguien o a algo.

Películas como «The Witch» (2015) dirigida por Robert Eggers, con la “ajedrecista” Anya Taylor-Joy acusada de bruja; «El Apóstol», realizada en 2018 por Gareth Evans; «Midsommar» (2019) del amigo Ari Aster, o la miniserie de HBO «The Third Day» (2020), con un ambivalente Jude Law, permiten citarnos en espacios rurales que parecen idílicos pero que esconden secretos tenebrosos.

Tan destacado es dicho asunto que hasta le pusieron nombre: “Folk Horror”. Un término que comenzó a insinuarse en Inglaterra a partir del éxito de un filme de 1971 denominado «La Garra de Satán» (The Blood on Satan’s Claw), dirigido por el británico Piers Haggard; y especialmente por la obra maestra absoluta titulada «El Hombre de Mimbre» (The Wicker Man), conducida por su compatriota Robin Hardy dos años después, con Christopher Lee en un rol inolvidable.

La definición “Folk Horror” cobró notoriedad en los últimos años debido a un par de documentales ingleses de la BBC sobre el cine de terror. El concepto tiene que ver con lo que venimos diciendo: exhibir en la ficción el folclore o las tradiciones comunes de grupos de personas que proyectan la sombra de lo ancestral para descubrir que pueden seguir viviendo bajo complejos hechizos del pasado.

Esto es muy interesante, porque los sucesos culturales de diferentes sociedades se han reflejado siempre en su propio cine de terror, cruzando esa “frontera” en una línea temporal que muchas veces asoma como desconocida o inexplicable.

En el filme de Haggard, por ejemplo, varios adolescentes que viven en una aldea medieval de Gran Bretaña, profundamente religiosa, se transforman de repente en sujetos destacados de un aquelarre en honor al mismísimo demonio.

En el de Hardy, el policía Edward Woodward llega a la isla de Summerisle, cerca de Inglaterra, a investigar la presunta desaparición de una niña. Recibido de manera apática por los lugareños, comienza a sospechar de la posible existencia de un culto pagano demoledor que cada tanto realiza celebraciones que podrían llegar a incluir sacrificios humanos. Una película clave con uno de los mejores finales de la historia del cine.

Además de todas las referidas, que son indispensables, nos detendremos ahora, para finalizar, en otra película fundamental. Una joya dentro del amplio campo del “Folk Horror” tan necesaria como la calefacción en invierno. Por ello, es momento de salir a buscar leña al patio porque es ideal para verla durante el frío. Es un filme de mucho calor pero que hace temblar. Es imperativo cobijarse.

La Santa Inquisición, el mejor asador de todas las peñas, se hizo famosa en 1986 gracias a la excepcional película «El Nombre de la Rosa», de Jean Jacques-Annaud, basada en la novela de Umberto Eco. Seguro recuerdan al franciscano Sean Connery investigando muertes violentas en una oscura abadía medieval donde aparentemente rondaba el demonio.

Bastante antes, en 1968, el jovencísimo y malogrado director inglés, Michael Reeves, ya había puesto la carne a la parrilla en «Cuando las brujas arden», también conocida como El Conquistador Gusano (The Conqueror Worm) o El General Witchfinder. En este filme, Vincent Price personifica a un brutal inquisidor quien, junto a su ladero, recorre pueblos ingleses del siglo 17 cometiendo todo tipo de crímenes bajo el manto de impunidad supuestamente otorgado por la Iglesia.

La película posee escenas de extrema violencia y tensión por las habilidades del director, quien ofrece una puesta en escena tan brillante que nos permite “habitar la historia”. Reeves -fallecido a los 25 años de edad por una sobredosis de drogas, pocos meses después del estreno del filme-, se apoya en la impresionante actuación de Price y deja asentada una verdad irrefutable: la Inquisición quemó a un enorme número de mujeres en toda Europa.

Ahora bien ¿Cómo se explica que en el nombre de Cristo se hayan cometido semejantes atrocidades? ¿Y por qué las mujeres? El tema no es sencillo, pero el delirio, poco claro al principio, se justificó luego en un libro real escrito en el año 1486 por dos monjes: Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, una dupla sanguinaria que se había cansado de quemar brujas en el norte de Italia y en la Europa Central de habla alemana.

Dicho libro se llamó “Malleus Malleficarum”, traducido como “El Martillo de las Brujas”. Pocos saben de su existencia hoy en día, aunque en el momento de la publicación fue un verdadero “best seller”. Lo compraban todos. Incluso tanto o más que La Biblia.

El “Malleus” está en internet, si lo leen advertirán que es una locura absoluta del que emanan constantes fijaciones discriminatorias: habla de brujas y no tanto de brujos. Tuvo mucho éxito de ventas porque está muy bien escrito, sistematizado y otorga reglas claras sobre como perseguirlas y matarlas.

El libro, al igual que la película (aunque en esta no se lo nombre), dan a entender que el Diablo no puede ser el único autor del mal; si esto fuera así no se podría castigar al ser humano, privarlo de sus bienes más preciados. Las brujas, dicen los inquisidores, son la parte humana que necesita el “maligno” para hacer el mal en la Tierra, porque en su negociación del alma se “casan” con él, siendo un vehículo idóneo para sus hijos, quienes finalmente compondrán el gran ejército de las tinieblas.

Los autores del “Malleus” se aprovecharon de las circunstancias de la época, donde las mujeres eran consideradas más crédulas, emotivas e impresionables que los hombres, y por ello Satán podía tentarlas con mayor facilidad. La película de Michael Reeves no tiene piedad; cada encuentro o acusación contiene todo el sadismo posible que solidifican las ideas del libro.

¿Y todo esto en nombre de Cristo? Pues sí, Cristo no es guerrero, pero se alza ante él un enemigo guerrero: Satanás, con sus legiones de demonios en forma de ejército. Por eso, dado que hay que mantener la paz divina en el planeta -sugiere Vincent Price-, a ese terrible enemigo se le debe oponer otro ejército, también guerrero y jerarquizado: la Inquisición.

Así son las cosas con este tema del Folk Horror: agregan películas que destacan el afán de muerte o trascendencia sin límites que puede latir en el ser humano. La cinta de Reeves es casi inhumana porque observa sin piedad a los humanos. Y plasma en su final las palabras pertinentes de Edgar Allan Poe, quien ejecuta el penal decisivo en su lapidario poema del gusano que termina ganando el partido.