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General Villegas
jueves, 18 abril, 2024

Las Romerías españolas, el Mosquito y Los Gaiteros | por Raquel Piña de Fabregues*

Noche muy calurosa de verano, el Prado Español envuelto en una fina capa de polvo que daba a los faroles de alumbrado un aspecto fantasmagórico.

Como lo hacíamos habitualmente, para escapar del área de mesas donde se ubicaban las personas mayores y los chicos, mis amigas y yo, unas diez o doce en total, estábamos sentadas en dos bancos de plaza que habíamos unido para permanecer juntas.

Entonces sacar a bailar era una ceremonia. Los muchachos se acercaban a la elegida y la invitaban con una inclinación de cabeza y la chica le contestaba con otra sonrisa a la vez que se levantaba acomodándose la falda.

En un momento, un caballero que para nosotras era “mayor”, porque tendría unos treinta años, se acercó con esa intención y parándose frente a nuestro gran banco, inclinó la cabeza y nos dijo sin dirigirse a ninguna en especial: “¿Alguna de las señoritas baila?”. Fue una suerte que la sorpresa nos dejara petrificadas, porque de lo contrario no sé qué hubiera pasado si nos parábamos todas a la vez. Intento fallido para el bailarín que no consiguió llevar a ninguna.

En esa pista polvorienta, semi oculta por la tierra que volaba y el humo de los chorizos prontos a convertirse en choripán, se realizaban competencias de tango y jota, que más allá de las muchas parejas que se inscribían, tenía sus estrellas, a las que era imposible ganar.

En tango se lucía El Mosquito, de cuyo apellido no me acuerdo o no lo supe jamás, porque estaba entronizado en la noche española con ese alias.

Era algo así como en antihéroe de la danza. Muy delgado, bajito, caminaba con una cierta dificultad hasta que atacaba con su compañera, siempre la misma, las primeras notas del tango. De allí en adelante los demás sabían que eran perdedores. Años después ese lugar lo ocupó con honores el Pelado Mastrángelo.

Fue entonces y no recuerdo con qué motivo, que yo escribí una poesía que empezaba así: “Sin hablar nada de más / ya sabemos que el Mosquito /al Moncho y al Porteñito/ de vencerlos es capaz.”

Nadie vencía al Mosquito porque simplemente era el duelo del certamen.

La jota tenía también su estrella: la señora de Hornillos, partera tradicional de Villegas que trabajó gran parte de su vida en el Centro Materno.

Era una española de raza, baja y regordeta pero ágil y elegante como ninguna. No sólo se lucía en el concurso, sino que además se ocupaba de dar clases de ese baile a las jóvenes, entre ellas Lilú Nagore y yo y les puedo decir que era maestra severa, sobre todo cuando nos enseñaba a manejar las castañuelas.

Todavía resuena en mis oídos el riá riá pitá con que nos marcaba el ritmo y los movimientos de los dedos, no demasiado simples con castañuelas diseñadas para adultos en nuestras pequeñas manos.

No todo fue fiesta. El Prado, iluminado, pero no tanto, era un ámbito especial para las peleas por diferentes causas, atribuibles casi siempre y muy injustamente a “cuestiones de polleras”, clásico del machismo de la época.

Lo cierto es que, no sé por qué motivo, una noche de domingo a la salida de las romerías multitudinarias, dos hombres se enfrentaron y uno de ellos esgrimió una navaja muy peligrosamente cerca de nuestro grupo y justo en el portón de entrada.

Entre nosotros iba uno de mis mejores amigos, Julio Toyos, que a esa edad de total omnipotencia, hacía gala de su guapeza. Al instante, este “valeroso Anselmo” se zambulló prácticamente debajo de uno de los muchísimos autos estacionados alrededor del prado, sin pensar que había estado lloviendo toda la tarde y poniendo en práctica aquello de que “disparar no es cobardía, es ligereza en las piernas”.

La cosa terminó muy mal, porque el agredido murió y el agresor fue a parar a la cárcel.

¿Julio? ¡Ah sí! Creo que estuvo varios días sacándose el barro de la nariz, la boca y los ojos y tomando té de tilo.

Los gaiteros

Cada 12 de octubre los españoles de Villegas tiraban la casa por la ventana y los festejos del Día de la Raza arrancaban muy temprano, con la llegada de los gaiteros que arribaban en tren a la estación local.

Eran un buen grupo. Venían de España y apenas llegados recorrían las calles de nuestra ciudad interpretando jotas y otras piezas tradicionales de su colectividad.

Incansables, no paraban hasta la madrugada, porque a la noche se ofrecía a toda la población una gran cena donde estos músicos eran los invitados número uno.

Antes de irse llegaban hasta la casa del señor Conrado Nagore, vicecónsul de España y propietario del diario “La Actualidad”, donde realizaban un concierto y le ofrecían al señor Nagore sus respetos.

Cuántas cosas que hoy nos parecen tontas o superfluas pero que por el contrario afirman los lazos de convivencia y sostienen a las comunidades grandes o pequeñas, al margen de la economía o el status social.

 

*Raquel Piña de Fabregues tiene 86 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.