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sábado, diciembre 14, 2024
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La Pampeana, un paraíso gastronómico cerca de General Villegas

El español Javier Araujo Montes y su esposa -la villeguense Betina Lago- son los propietarios de La Pampeana, un hotel rural y restaurante internacional ubicado en el acceso a Sarah, a poco más de 60 kilómetros de General Villegas. La Pampeana recibió los premios “Travellers’ Choice” de TripAdvisor en 2015, el “Guest Review Awards” en 2017 y el premio al mejor hotel de la Argentina otorgado por la Revista Lugares (2020). 

El diario La Nación publicó una nota donde se brinda un pormenorizado detalle de la experiencia gastronómica y sensorial única que ofrece el hotel rural La Pampeana, un paraíso que se encuentra muy cerca de nuestra ciudad.

A continuación Actualidad comparte la nota publicada por la Nación y la Revista Lugares:

Parece un alquimista. En su cocina de la estancia La Pampeana, Javier Araujo Montes salta de una hornalla a otra. Hornea, asa, calcula proporciones, experimenta. Busca un sabor, una textura, un color que luego sea recordado como un bocado mágico por sus comensales. Con varios fuegos encendidos a la vez, trajina sin parar entre cacerolas, woks y sartenes. Su objetivo: un menú de 9 pasos que busca, como en un juego, provocar la sorpresa de sus comensales.

Javier siempre provoca. Con sus declaraciones en defensa de la monarquía y de la tauromaquia, y con los sabores y texturas que presenta en sus platos, que a veces sugieren una cosa y resultan otra. Este cocinero madrileño, nacido en Chamberí, despliega su arte frente al pueblo pampeano de Sarah, casi en el límite con Córdoba, y, si bien todos los años vuelve a su España natal, “yo soy feliz aquí, en La Pampa”, proclama.

En La Pampeana, hay que estar dispuesto a dejarse llevar. Aquí el menú no se elige. Lleva nueve pasos y cada mañana el maestro imagina su propuesta del día. “Intentamos que la cena la recuerden por mucho tiempo. Que lo que hayas comido acá no lo hayas comido en ninguna parte”, dice.

El menú por pasos que desarrolló incluye dos aperitivos, cuatro entradas, un plato principal, un prepostre y un postre, maridado con cuatro vinos. “Es como un viaje”, resume. Ningún plato se parece al otro a pesar de la variedad que presenta cada día en su menú. Javier combina sabores y colores, texturas y temperaturas, arma combinaciones que uno –una–, mortal común, no puede creer que resulten tan armónicas.

A saber: las papas fritas con anís. Tan sencillas como tentadoras, una combinación aromática y fuera de lo habitual. O la crema de remolacha con humus y yogurt. O el snack de arroz con alioli, algo simple salvo por su toque distintivo: le agrega harina de gambas, un espolvoreado de las cáscaras molidas de camarones, es decir que utiliza de manera magistral lo que habitualmente se desaprovecha. El resultado es un bocado crocante, leve, pero con gran presencia en la boca.

Ni pasta, ni asado

En su restó, Javier no ofrece pastas ni asado. “¿Tú crees que una persona se va a hacer 50 km para que yo le haga una pasta?”, pregunta. “¡Si al lado de su casa seguro que hay una señora viejita que hace unas pastas impresionantes!”, concluye con lógica arrasadora.

“Si tú haces 90 km, 200 km, para venir a verme ¡yo tengo que tener un respeto a esos kilómetros!”, exclama. “Yo me quiero asegurar que te voy a dar el mejor producto, con la mejor técnica, para que tengas un disfrute, para que esa cena o ese almuerzo lo vayas a recordar por mucho tiempo, para que sea una cena inolvidable en tu vida, para que quede en la memoria”, dice.

Javier es el dueño de su cocina. Hace y deshace, corre, atiende ollas y sartenes a la par, revuelve o congela, saca mangas con contenidos ignotos y colores atrapantes. Pero, además de sus creaciones, su propuesta también puede incluir un pulpo a la gallega, pimientos del piquillo o los sabores naturales de un salmón abrazando un atado de rúcula con alguna salsa que los realce. Depende del día. Y no se puede pedir nada. La partitura está compuesta y no manera de alterarla.

Su despliegue es amplio. Javier no tiene preferencia por cocinar en sartén, cacerola u horno; usa vino blanco, cognac o whisky para asentar los aromas y, de las aromáticas y especias, utiliza tomillo, perejil, curry, menta o lo que venga de su jardín según la temporada.

Pero hay un vegetal “proscripto” en su cocina. El apio, del que no quiere ni hablar. “Te come todos los sabores”, dice con fastidio. Y, como contraparte, románticamente expresa: “Me quitas el ajo y me quitas la vida”.

Helado de habano

Los postres merecen un capítulo aparte. El arroz con leche caramelizado con espuma de leche y limón partió del desafío de preparar un plato que no le gusta y el resultado es algo que no tiene nada que ver con nuestros recuerdos de la niñez. Se sirve en copa alta y tiene otro aspecto, otro sabor. La cuchara arrastra el arroz inflado con la espuma de leche caramelizada y lo que llega a la boca es una mezcla crocante y suave, con una textura fina al paladar.

También despiertan pasiones el helado de rosa mosqueta con las flores de su jardín, la espuma de frutilla de la Pavlova y el postre que se lleva las palmas: el helado de habano. Surgido de una presentación que hizo una vez en España para una tabacalera, en La Pampa –Covid mediante– Javier le ha sumado el show.

Con la excusa de la desinfección continua por la pandemia, a los postres se acerca a sus comensales con una botella y pide ahuecar manos. En ellas derrama generosamente Jack Daniels, para obvia sorpresa de sus clientes, y les pide que las froten enérgicamente.

Es el momento de introducir la cucharada de helado en la boca y al mismo tiempo aspirar el aroma a whisky que quedó en las manos. Una sobremesa de tabaco y whisky… “Espero hedonismo”, dice. “Quiero saber qué sientes”.

Fiestas de alcurnia

Todo este despliegue sibarita en La Pampa comenzó a gestarse hace casi dos décadas, del otro lado del Atlántico. Así, en 2006 llegó Javier de España con mucho más que sus cacerolas bajo el brazo. Traía un proyecto gastronómico para desarrollar con Betina Lago, su esposa, en el casco de La Pampeana.

La casa, de dos plantas y 800 m², es parte del campo que la familia Lago había comprado en 1986. Es señorial, con habitaciones enormes y techos altísimos, y supo de glorias y fiestas de alcurnia un siglo atrás, cuando la construyeron. Pero durante más de seis décadas había languidecido en una decadencia que se profundizaba año tras año.

Para encender el proyecto gastronómico, había que arrancar con la restauración del edificio y algunas inversiones no previstas. Por ejemplo, los miles de dólares que costó el tendido de gas y, fundamentalmente, la construcción de una planta purificadora para que las aguas salobres del norte de La Pampa no le arruinaran su elaborada cocina.

Dieciséis años después de aquel desembarco, La Pampeana es el feudo de este cocinero a quien no le gusta que le llamen chef.

Trashumantes

Javier y Betina fueron trotamundos durante muchos años. “Al crecer en el interior, uno sabe que a partir de los 18 años te tenés que mover si querés seguir una carrera”, cuenta ella. Oriunda de General Villegas, de adolescente se fue a estudiar a La Cumbre con su hermana; de ahí a Buenos Aires y, luego, Gran Canaria, Cuba y un retorno a España para seguir camino junto con Javier. En Gran Canaria fue el flechazo, en Hoteles Escuelas de Canarias, donde ella estudiaba y él era jefe de pastelería y profesor.

Javier trabajó en Madrid, Marbella, Lyon, Canarias, Cataluña, Cádiz… En alguna parte de ese recorrido integró el equipo de cocina de Salvador Gallego Jiménez, jefe de cocina de La Casa de Alba y su mentor, y también fue jefe de repostería del madrileño restaurant El Cenador, de Salvador Gallego, período durante el cual el restó obtuvo su primera estrella Michelin.

Para ambos fueron años de trabajar 18 horas por día y seis días a la semana, en cocinas exigentes y sin poder bajar el ritmo. Restaurantes, hoteles, eventos. Pero esa experiencia y el esfuerzo de aquellos años son los que le dieron a Javier la posibilidad de poder decir hoy: “Yo he venido a hacer acá lo que yo quiero”.