Desde su invención, la noble y democrática bicicleta ha sido un componente infaltable en la vida de cualquier comunidad.
Villegas no podía ser la excepción. En nuestros años infantiles y de adolescencia, uno de los deseos más comunes a todos era tener una bicicleta, una especie de prolongación de las piernas, que casi humanizada nos llevaba a cualquier parte.
Pero no es ése su único valor. Durante varias décadas, a partir de los años cuarenta, fue la promotora de un deporte que prendería muy fuerte en nuestro medio con la creación del velódromo, el espacio hoy vacío que dejara más tarde Unión Deportiva.
Nuestra ciudad fue el centro de importantes campeonatos con asistencia de grandes figuras nacionales e internacionales, como el italiano Fausto Coppi, a quien apodaban “Il Campeoníssimo”, Clodomiro Cortoni, y el orgullo nacional y local Miguel Sevillano, el villeguense que después de ganar campeonatos por todo nuestro país y el resto del mundo, terminó siendo interventor de la Federación Ciclista y DT de los equipos nacionales.
Aquella pista de tierra, carente de algunos requisitos, era a veces el escenario de rodadas desde la parte más alta del circuito, gracias a Dios sin que se registrara ninguna consecuencia grave.
Allí se congregaba una enorme cantidad de gente venida desde distintos puntos de la región y de lugares más lejanos y la ciudad se convertía en una colmena bulliciosa que ardía en cada uno de sus rincones para beneficio de todos.
Dos nombres han quedado grabados a fuego en el ciclismo de Villegas, los dos artífices de este deporte tan metido en el corazón de chicos y grandes: Esteban Aranguren y Jorge Rosetto. Ellos fueron el motor que hizo andar la maquinaria que lamentablemente, a su falta se fue apagando en forma gradual.
El gusto por el ciclismo se había adentrado en los chicos y jóvenes, lo que se tradujo en carreras que se realizaban por la zona urbana con llegada a la meta frente a la comisaría, o en otras más pretenciosas de ida y vuelta a Elordi o Piedritas.
Las bicicletas, en su gran mayoría italianas o francesas, eran sumamente livianas y orgullo de sus propietarios.
Para esos eventos, los chicos que no corrían formaban parte del equipo de apoyo actuando, entre otras cosas como aguateros, imprescindibles porque la mayoría de las veces las carreras se realizaban en verano.
Apostados en un lugar del circuito, estaban prontos a auxiliar a sus compañeros que arribaban allí transpirados y sedientos.
En uno de los grupos participantes los corredores eran Julio Toyos, Walter Siri y Ricardo Izurriaga, este último un chico delgado y bajito, algo así como un peso pluma y el aguatero era José Luis Chavarri.
Lo que voy a narrar sucedió una tarde en que el termómetro alcanzaba los 40º, sobre la calle Moreno en la esquina con San Martin.
Ricardo venía pedaleando a duras penas, abatido por el calor y cuando gritó “¡Agua!”, de inmediato José Luis, muy atento, le lanzó un baldazo que lo arrancó literalmente de la bicicleta y lo hizo volar sobre el asfalto como un pajarito.
El golpe no tuvo consecuencias pero la sorpresa no tuvo medida. El pobre competidor sólo había pedido un chorro fresco sobre su cabeza.
En otra ocasión, cuando los ciclistas hacían su entrada triunfal por la calle Alvear a la altura de Rivadavia volviendo de Elordi, mi marido, Juancito Fábregues, que tendría entonces unos quince o dieciséis años, no pudo aminorar la velocidad cuando se encaró con la plazoleta y aró el asfalto con un hombro que por supuesto terminó quebrado y chamuscado, como si lo hubiera puesto a las brasas.
La nota de color la puso un amigo de Juancito, que corrió como el viento para decirle textualmente a la madre, Doña Berta Garibaldi de Fábregues, “No se preocupe, pero Juan se mató en la esquina de lo de Gobelli”.
De más está decir cómo fue la estampida de la familia hasta que comprobaron la realidad de las cosas.
Tiempos de bicicleta, de cañitas de pescar en la laguna del parque o en la Cueva del loco, sitios que parecían tan lejos del centro en nuestro planteo de aquellos años.
Tiempos de olor a lluvia en las cunetas, propicias para hacer nadar los barcos de papel.
Tiempos que corrían lentos sin el apuro visceral de las comunicaciones masivas.
Tiempos que no van a volver pero que es tan grato recordar.
*Raquel Piña de Fabregues tiene 86 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.