La ceremonia comenzaba un par de días antes con los zapatos. Las zapatillas no eran de uso masivo como hoy y los chicos de menor edad usábamos sobre todo zapatos y sandalias. Había que lustrarlos o ponerles renovador si eran blancos y se habían pelado en el roce contra el piso.
Mamá había destinado una olla en la que por años, los camellos tomaron todo el agua que dejábamos bajo el árbol y nunca se me ocurrió pensar cómo hacían esos animales para entrar al comedor de casa.
Salíamos con Norma, Tachi, Sergio, Fabi y Vivi a buscar el pasto a las cunetas de la calle Vieytes, un lugar especialmente diseñado para jugar en las siestas en que nuestros padres nos daban permiso para quedarnos afuera, si es que las lluvias no las habían llenado de agua.
El árbol estaba frente al ventanal. A esa altura, aunque mi hermano Pichú ya era grande, los Reyes Magos todavía le aceptaban la cartita. Dentro de los zapatos de cada uno, se guardaban los deseos escritos en letra infantil. La carta de Rodolfito a veces la escribía mamá y otras veces, yo.
Cuando llegaba la noche, había que ir a dormir temprano porque Melchor, Gaspar y Baltasar no entraban a las casas de chicos que seguían despiertos. Revisé varias veces los placares de casa tratando de resolver el misterio, pero nunca encontré ningún paquete guardado.
Nosotros éramos privilegiados, porque teníamos Reyes Magos con sucursales. Después de la sorpresa en casa, salíamos con mi hermana Carmen a visitar a los abuelos y los tíos Mario y Helena.
Hace unos años atrás, encontré una de las muñecas que recibí de regalo. Se llamaba Pétula. Tenía el pelo cortado, enredado, un ojo que quedaba cerrado y había perdido la ropa. Pétula tenía una puertita en su espalda y dentro, un disco muy chico que reproducía las canciones que escuchaba cuando apretaba el botón que tenía bajo la nuca.
Mis juguetes eran juguetes de nena que jugaba. Los usaba hasta que se gastaban. No recuerdo a mis padres o a mis tíos pedirme alguna vez que los cuidara. Los juguetes son para jugar y cuantas menos cosas tenían, más lejos viababa nuestra imaginación.
Además de Pétula, hubo sillas y secadores de peluquería, juegos de preguntas y respuestas, libros, una colección completa de Mini Puky, discos, instrumentos musicales, patines y hasta una bicicleta mini color amarilla.
Fue una época mágica. Y aunque recuerdo muy bien el día en que el secreto salió a la luz, en algún lugar me quedó la ilusión de los Reyes que viajaban siguiendo a la estrella para llevarle regalos al Jesús recién nacido.
No sabía lo que era el incienso ni la mirra, pero sabía que esos regalos se transformaban en felicidad. Nunca me importó el tamaño, ni siquiera si lo recibido coincidía con lo que había pedido. Lo que tenía valor era que esa nena se había portado tan bien como para que los Reyes comieran el pan dulce que habíamos dejado en el plato y los camellos cansados, acabaran con el pasto y el agua.
Cuando los años pasaron y pasamos de ilusionados a ilusionistas, sentimos el mismo cosquilleo en el estómago. Solo espero que mis nietos conserven como yo, la esperanza de encontrarlos en el comedor de casa, con sus túnicas y turbantes de colores.
Este año, Rodolfito volverá a escribir su carta, porque de todos nosotros, él es el único que sigue rompiendo el papel para descubrir lo que hay dentro del paquete. Le siguen brillando los ojos como cuando éramos chicos y me sentaba en su falda, para que me hiciera caballito.
La magia existirá siempre que haya reyes magos dispuestos a viajar por el mundo para cruzar cielos en camello.
*Celina Fabregues es periodista. Conduce Cuidarte Más por FM Villegas, los sábados de 9,30 a 12 horas, programa que se repite a las 19 del mismo día.