Los jóvenes y mucho menos jóvenes de hoy, que conocen el nutrido movimiento de la población de estudiantes secundarios, su constante ir y venir de casa a la escuela y de la escuela a casa, sus reuniones formales o informales, que de marzo a enero le imprimen a la ciudad un ritmo tan ágil como bullicioso, no pueden siquiera imaginar cómo habrá sido la estudiantina de los años cuarenta.
Por ese tiempo las mujeres fueron las privilegiadas con la Escuela Normal del IMI.
Los varones contaban con la Escuela de Artes y Oficios, que en principio no otorgaba un título que pudiera abrir las puertas para ingresar a estudios superiores, situación que cambió al convertirse en Escuela Industrial de la Nación, aunque con restricciones de ingreso para algunas carreras.
Este preámbulo no pretende hacer historia de la educación, sino poner en claro que la cantidad de estudiantes secundarios era sensiblemente menor y la mayoría mujeres, todas futuras maestras, que muchas veces elegían otros rumbos con la entrada a la Universidad.
Los chicos que deseaban hacer el bachillerato para ser luego profesionales, emigraban a Buenos Aires, pupilos en colegios privados, como el San José o el Ward, el Champagnat, o en el mejor de los casos, siendo recibidos en la casa de algún pariente.
Sin embargo el Día del Estudiante se respetaba a rajatablas.
Primero el tradicional picnic, para las chicas del Colegio de Hermanas en el jardín de la escuela, cuando no había Nivel Inicial ni Terciario, ni tampoco gimnasio. Todo era un festival de árboles frondosos, sombra fresca y gran tapial que daba a la calle Pringles, viejo y vetusto.
En algunas oportunidades nos dejaban ir al Parque, que no ostentaba el agregado de «municipal».
Con ese panorama, no había Baile de Egresados y los festejos se reducían al Acto de cierre del Ciclo Lectivo, con números artísticos y teatrales que duraban hasta la madrugada.
Pero el Baile de la Primavera o Baile del Estudiante era otra cosa.
Y digo que era otra cosa porque se hacía en Julio, aprovechando que los pupilos de Buenos Aires venían por las vacaciones de invierno.
Sin tibieza en el aire, con los árboles pelados como esqueletos y una temperatura que se mantenía bajo cero aún al mediodía, nos calábamos nuestros vestidos vaporosos, con grandes escotes como era la moda, hacíamos de tripas corazón y encarábamos las calles congeladas, con hielo que crujía bajo nuestros pies calzados con zapatos de punta aguja y tenues medias de nylon o seda.
En esa especie de gran contradicción florecieron las anécdotas en el ámbito del viejo Club Sportivo.
En mis andanzas juveniles mis amigas fueron una parte esencial de mi vida. Entre ellas Mary Cocchi, la bella pelirroja alta, inteligente, alegre y graciosa, a lo que se sumaba una apostura que la hacía visible en cualquier parte.
El invierno había resultado más duro que los demás. A la hora de iniciarse el Baile de Estudiantes, el termómetro marcaba ocho grados bajo cero.
Con mala calefacción y sin ropa adecuada para ese clima, los sabañones estaban a la orden del día y Mary no era la excepción.
Fue algo así como la reina de la fiesta y no paró de bailar hasta que, sobre la madrugada, decidimos irnos a dormir a mi casa, porque teníamos la costumbre de ir y volver juntas
Con una sonrisa de oreja a oreja, saludando a diestra y siniestra, salimos por la puerta lateral del Club y la cosa siguió así hasta que doblamos la esquina sobre la cuadra del cine.
En ese momento mi elegante compañera se sentó en el suelo helado, se sacó los zapatos y continuó el camino descalza sobre la capa de escarcha, mientras repetía “Se acabaron los frunces”. Sacrificios que se hacen en pro de una imagen ideal.
Durante los bailes de estudiantes, como el Club estaba abierto a los socios, nos permitían controlar el acceso al salón, que era lo que nos prestaban. Sobre el lateral izquierdo transcurrían las otras instalaciones que tenían tres puertas de comunicación con la zona del evento.
Allí recibíamos las invitaciones que oportunamente habíamos repartido. Nunca habíamos tenido problemas, hasta que una noche se presentaron dos tipos desconocidos, grandes como un ropero y quisieron entrar contra viento y marea.
Avisamos en la cantina y los sacaron. En todos estos trámites la que puso la cara fue Mary.
Cuando volvíamos a casa sentimos que nos seguían y sí, eran ellos. Nos agarramos de la mano y volamos como el viento. A una media cuadra antes de llegar, saqué la llave y la enhebré en la puerta como en un juego de sortija. Como la cerradura era automática, pasamos al otro lado y caímos a salvo dentro del zaguán de Moreno 380.
A la mañana siguiente, cuando papá salía para el negocio, vio una carta que habían pasado por debajo de la puerta. Contenía amenazas muy fuertes y la firmaba “El Mexicano”.
Justo cinco minutos le llevó llamar a la policía y encontraron a los dos hombres durmiendo plácidamente en el “Hotel Americano”.
Terminaron presos y después de un tiempo nos enteramos que se hacían pasar por viajantes y eran matones a sueldo y efectivamente eran mexicanos.
La nuestra no fue una adolescencia aburrida a pesar de la falta de la televisión, internet, las redes y tantas otras cosas que copan hoy la atención de los chicos.
Viendo la foto que ilustra esta historia y que registra mis dieciséis primaveras en el baile de estudiantes, justo el año de egreso, no puedo por menos que recordar los versos de Góngora:
«Aprended flores de mí
lo que va de ayer a hoy.
Que ayer maravilla fui
y sombra mía aún no soy»
Por fuera, porque por dentro sigo siendo la chica rubia del vestido de gasa roja con lunarcitos blancos.
*Raquel Piña de Fabregues cumplió 86 años el 7 de julio. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.