La palabra “romería” tiene dos acepciones de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española:
- Peregrinación, especialmente la que se hace para visitar una ermita o un lugar donde hay un santo.
- Fiesta popular que se celebra en un lugar cercano a una ermita en el día de la festividad religiosa del santo o la virgen a la que está consagrada.
Las romerías que yo recuerdo tienen que ver con la segunda acepción del término, o sea Fiesta Popular, pero no relacionada con el sentido religioso sino como la manifestación del espíritu de nuestros vecinos y familiares inmigrantes a través de la conservación de sus costumbres, entre ellas las fiestas de dos de las comunidades que más presencia tuvieron en nuestro medio: la colectividad española y la colectividad italiana.
Nos han quedado como testimonio los dos Prados, el español y el italiano, que hoy albergan diferentes eventos y mantienen subyacentes, en lo profundo de sus cimientos, el alma de los romeros, que no eran peregrinos religiosos sino amantes de la buena música y el buen baile.
Sin embargo la romería no era una reunión danzante y nada más. Alrededor de la pista de baile se desarrollaba también un acontecimiento gastronómico, porque se comía mucho y bien en las mesitas alrededor de las veredas que rodeaban la pista, una kermesse con quioscos para tentar a la suerte con distintos juegos como la ruleta, los aros para acertar en los cuellos de botellas, certámenes de jota, tarantela, tango y muchos más que no recuerdo en este momento.
Y aunque los premios eran reales, no representaban lo más importante, la cuestión era ganar.
Las romerías empezaban por la tarde y se notaba algunas horas antes que el Prado abriera sus puertas, porque se sentía el olorcito a chorizo y asado, que más tarde sería devorado por los bailarines.
No era una fiesta para jóvenes, adultos o viejos. Era un acontecimiento familiar por lo que la mayoría de las casas en ese momento quedaban vacías.
Tampoco era exclusivo de los componentes de cada una de las colectividades en sus espacios correspondientes. Si las romerías eran españolas todos íbamos allí y lo mismo sucedía si eran italianas.
Las romerías se hacían en verano porque al ser al aire libre, si había tormenta se acababa la diversión.
No era la lluvia el cuco mayor de estos festejos. Lo verdaderamente terrible eran las tormentas de tierra que envolvían todo en su manto marrón y el polvo fino como talco se metía en los ojos, en la nariz y en la boca, impidiendo además ver más allá de uno o dos metros.
Muchas veces estos meteoros llegaban sin anunciarse en pleno desarrollo de la fiesta porque no había pronósticos que consultar, y en un segundo el prado se convertía en un pandemonium del que todos queríamos escapar.
Banderaló también tenía su prado y de allí el famoso dicho: “Viento y lluvia de la pampa, romerías en Banderaló”, porque ya había empezado a regir la Ley de Murphy y cada vez que los banderolenses organizaban esta clase de evento, se desataba un ciclón seguro.
Los dos prados tenían características diferentes. El Prado Italiano estaba en plena ciudad, donde se encuentra hoy, con su gran pista de baldosas y el quiosco de la orquesta en el centro, más accesible y urbano.
El Prado español, siempre en el mismo sitio, en ese entonces nos parecía muy lejos, con su pista de tierra barrida que hacía de cada romería una aventura, porque llegar hasta allí por los arenales o los barriales de las calles de tierra de acceso, requería de toda una preparación y para los adolescentes, como éramos mis amigas y yo por esos días, de un permiso especial si nuestros padres o vecinos no nos podían acompañar.
Todo eso eran las romerías, a las que asistíamos todos, una muestra de integración increíble. Se nos quedaron en el corazón y ayudaron a germinar en nosotros el sentido comunitario de vecindad.
Lo siguiente serán las infaltables anécdotas, que sin duda los viejos como yo guardan de aquellos bailes inolvidables.
*Raquel Piña de Fabregues cumplió 86 años el 7 de julio. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.