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miércoles, febrero 5, 2025
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El portero de la escuela | por Raquel Piña de Fabregues*

La tradición popular dice que “A la intimidad de los grandes palacios se entra por la puerta de la cocina”.

Nada más cierto. La cercanía real está en las pequeñas cosas, que llenan esos huecos adonde no llega el boato de las grandes ceremonias ni el mandato de los grandes jefes.

La escuela, esa pequeña sociedad que representa una muestra acabada de la comunidad de la que forma parte, no podía y no puede ser la excepción.

Como cualquier institución está organizada en escalones jerárquicos que le permiten trabajar en orden y al margen de toda forma de anarquía.

Equipo directivo, docentes, especialistas en educación y personal auxiliar, de los que los porteros son los que tienen más larga historia.

En la escuela de mi infancia las cosas eran más sintéticas y simples. No había equipo psicopedagógico, por lo que las maestras y maestros resolvían los problemas como podían, a través de su olfato y de su amor por los alumnos y el portero desarrollaba todas las tareas auxiliares.

Recibía a los alumnos en la entrada y allí mismo los despedía, preparaba la “copa de leche” a media mañana o a media tarde. En la escuela nadie almorzaba y por eso la figura del o la cocinera no existía.

Ese portero o portera multifacéticos eran para nuestros escasos años autoridades irrefutables.

Voy a describir, no sin cierta añoranza, los porteros que acompañaron los días escolares de mi niñez y de mi adolescencia y en ellos rendir homenaje a estos trabajadores de la educación tan importantes para el día a día del ciclo escolar.

El primero en mi lista de recuerdos se llamó Ventura Santos. Era un señor bajo y delgado. Camisa almidonada, nudo de la corbata perfecto, guardapolvo gris impecable y un gesto entre adusto y sonriente que se nos imponía con facilidad.

En la esquina suroeste del patio de ladrillos, debajo de la campana, Ventura Santos vigilaba los recreos con mucha más eficiencia que un domo. Posición rígida, cabeza levantada y las dos manos enlazadas detrás de la espalda, nos veía a todos sin mirar a nadie en particular y desde allí gritaba el nombre del autor de alguna travesura, que de inmediato decidía portarse bien.

Hasta la campana sonaba distinta si no la blandía el portero.

En mis días de oyente en la escuela, era el encargado de tirarme por el tapial que daba a mi casa cuando venía algún inspector, hasta que me tomaron examen, porque no cumplía los requisitos mínimos de edad, y ese mismo inspector cuco me autorizó a comenzar la primaria en tercer grado.

Años más tarde su hija Raquel, prima de Inés y Martha Fábregues, fue mi alumna en Magisterio del Colegio de Hermanas. Cursé magisterio, entonces de nivel secundario, en el actual IMI.

Por ese tiempo casi todas las profesoras eran religiosas y el portero había llegado a Villegas muchos años antes enviado por la misma Casa de Ejercicios, casa matriz de la Congregación.

Había sido desde muy pequeño protegido por la comunidad religiosa porque era mudo y las discapacidades eran entonces tremendas trabas para la vida corriente.

Se llamaba Hipólito y lo apodaban “El niño de las monjas”.

Hipólito estaba en todo y en el momento del gran festival de fin de ciclo era una pieza imprescindible. Hacía de escenógrafo, carpintero y electricista y entre sus múltiples tareas debía abrir y cerrar el telón y realizar los cambios de escenario.

El  número central siempre era una obra de teatro que giraba sobre un tema aleccionador.

En uno de esos festivales, que duraban hasta las dos de la mañana, el final de un drama en la Roma de Nerón se remataba con una lluvia de pétalos de rosas blancas y rojas que se hacían caer desde una bandeja giratoria que estaba en el techo, totalmente invisible a los ojos de los espectadores.

Pero algo falló y durante un pericón que siguió detrás, la lluvia de pétalos continuó.

Entonces apareció Hipólito con una escalera en el medio del escenario y cortó de cuajo con la bandeja mientras la gente se reía sin parar. Sin alterarse, se quitó su infaltable gorra y haciendo una reverencia hizo mutis por el foro.

Murió en Villegas y aquí descansan sus restos. Fue despedido con el cariño y respeto de toda la comunidad educativa.

Mi rol pasó de alumna a docente y en mi primer trabajo en la escuela dieciséis, la portera era la señora de Oroná, que vivía con su marido en el establecimiento.

En su casa preparábamos café para calentar los recreos fríos del invierno en medio del campo y su marido era una especie de jefe de mantenimiento ad honorem

No puedo dejar de mencionar a la Negra Muntaner, portera y cocinera de la primera Escuela Especial, que funcionaba en la esquina de Belgrano y Castelli, donde hoy está “La Fragua”.

Con poco o casi nada, la Negra era capaz de darles a sus chicos verdaderos banquetes, magia del amor y la dedicación.

La Escuela Técnica en sus tiempos de Escuela Industrial tuvo un portero de excepción, Lattadi. Conocía a los alumnos casi más que los profesores, era toda una institución.

Cuando mi marido era alumno de esa escuela argumentó que estaba descompuesto, porque quería reunirse con unos amigos en el club. Engañó al director pero no a Lattadi, que lo siguió para ver adonde iba.

Juan se dio cuenta de la marcación y como el doctor Sala, que era médico de la familia, tenía el consultorio a la vuelta del colegio, se dirigió allí pensando en esperar unos segundos e irse.

Sin embargo, el gran portero entró junto con él y no tuvo más remedio que hacerse revisar. Insólito final para un mentiroso. Lo operaron de apendicitis.

¿Qué es ser importante en el trabajo? Hacerlo con la mayor perfección y responsabilidad que seamos capaces, porque en definitiva el que hace mal su tarea, jerárquica o no, deja un cabo suelto que siempre, siempre, perjudica al conjunto.

Cuenta la tradición que un general tebano enojado con el rey por sus muchas arbitrariedades, como castigo por su rebeldía fue mandado a barrer las calles de la ciudad.

Pero nunca estuvieron mejor barridas las calles de Tebas.

 

*Raquel Piña de Fabregues tiene 86 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.