En historias anteriores hablé de los desfiles y de cómo los adolescentes nos arreglábamos para acortar el tiempo buscando motivos de diversión, la mayoría de las veces relacionados con detalles o grandes papelones.
Hoy me voy a referir, siempre en el marco de las fiestas patrias, a los solemnes discursos de homenaje durante los cuales no faltaba la nota de color.
En los años cuarenta – cincuenta, cuando yo estaba haciendo mis estudios de magisterio en la escuela secundaria, el aprendizaje se basaba mucho en el ejercicio de la memoria, y espero que no mal interpreten lo que digo. Razonábamos cada contenido pero no le temíamos al aprendizaje mnemotécnico sino que lo empleábamos como una estrategia que nunca nos hizo daño.
En los días a que me voy a referir, el presidente de la Comisión de Fiestas tenía una librería donde comprábamos nuestros textos, uno por cada materia y de autores específicos que elegía el Ministerio de Educación.
Acto del 25 de mayo, plaza colmada, comenzó el acto con el discurso del Presidente de la Comisión de Fiestas.
Ni bien arrancó, las alumnas del Colegio de Hermanas nos miramos sin poderlo creer. ¡Habíamos encontrado un motivo para reírnos!
Papel en mano, el orador estaba repitiendo letra por letra el texto exacto del libro de historia de Arriola.
Sin poder largar la carcajada, la que sufrió los resultados fue la bandera que se movía al ritmo de la risa contenida de la abanderada.
Pero la cosa no iba a terminar ahí. En ese momento el secretario del Intendente era un maestro joven, que no era de Villegas y era bastante diestro en armar discursos y protocolos.
Al acto de ese día asistían, no recuerdo por qué, los gobernadores de las provincias lindantes con Buenos Aires, o sea de Santa Fe, La Pampa, Córdoba y también el de San Luis.
Al estudioso de la historia de Arriola le siguió un funcionario que ahuecando la voz, con gesto de dueño de casa, comenzó diciendo:
“Exmo señor Gobernador de la provincia de La Pampa, Exmo señor gobernador de la provincia de Santa Fe, Exmo señor gobernador de la provincia de Córdoba, Exmo señor gobernador de la provincia de San Luis”, ante el asombro de algunos y la diversión de otros (nosotros entre los últimos).
Pálido como una momia, parado en primera fila en el palco, el autor del discurso se prometía nunca más usar abreviaturas en los discursos que le encomendaran.
Completando esa larga mañana, las delegaciones se dirigieron al Vivero Municipal donde se bendeciría un monolito a cuyo pie se iba a plantar el retoño de un árbol.
Y allí, firme, estaba el jefe comunal papel en mano diciendo. “Al pie de este manolito plantaremos un uncalito”.
¿Quién podía exigir que permaneciéramos como si nada hubiera pasado? La risa contenida estalló por fin en un lugar menos solemne que el centro de la plaza y el viento frío se la llevó, no sin que antes la Hermana Estela D’Alkaine, directora del Colegio, nos miraba con llamas en los ojos.
La vuelta fue como debía ser, con reto y apercibimiento, pero ¿quién nos quitaba lo bailado?
Tal vez los chicos que escuchan de sus padres o abuelos los relatos de estos sucesos inocentes, piensen que son más maduros de lo que nosotros éramos entonces, pero fue esa base de experiencias sencillas y compartidas, lo que cimentó, mejor que cualquier programa especial, la adultez responsable.
“No se puede entrar a la vida de adulto sin quemar primero todo el niño que se lleva dentro”.
*Raquel Piña de Fabregues tiene 86 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.