Todos los pueblos de la pampa bonaerense se parecen. Fuera de las individualidades que va marcando su diferente desarrollo, quién vio uno los vio a todos.
Trazado en damero, un centro comercial y una plaza principal que es el corazón de la actividad comunitaria. Sobre las cuatro cuadras que marcan su perímetro están la Intendencia, la Iglesia, una o dos escuelas, la comisaría, algún club, algún Banco.
Eso hace que la gente se cruce en el ir y venir del trajín diario y ese espacio verde es como un descanso para los ojos y el ánimo, un paseo en medio del trabajo de rutina.
En la plaza aprendimos a jugar, primero en compañía de nuestros padres o cuidadores, después con los amigos.
Allí armamos nuestras pandillas infantiles y llegada la adolescencia se convirtieron en grupos sólidos, que la mayoría de las veces nos apuntalaron el resto de la vida.
Aguantando las inclemencias del tiempo, con temperaturas bajo cero o soles implacables capaces de derretirnos los sesos, en sus bancos típicos, de madera o piedra, nacieron muchos noviazgos que se diluyeron en el corto plazo o que en ocasiones terminaron en casamiento.
¡Es tan importante la plaza en el recuerdo de la gente pueblerina como nosotros!
Mi recuerdo se refuerza por la cercanía. Viviendo a pocos metros de la plaza principal, todo se resolvía dando vueltas por sus veredas de baldosa vainilla o en el centro de carbonilla, algo que habíamos aceptado como muy normal y que a la distancia en el tiempo, me parece inexplicable.
Contra ese suelo negro y desparejo dejábamos girones de rodillas y manos, así como los pedazos desgarrados de las cubiertas de nuestras pobres bicicletas.
Así fue como, corriendo una carrera dentro de ese círculo mortal, me incrusté una piedra en una rodilla, con tanta fuerza, que el médico me tuvo que hacer una pequeña operación para poderla sacar y cuando ya estaba a medio sanar, jugando a la pelota en el mismo sitio, una nena de mi edad volvió la curación a fojas cero de una limpia patada.
Nuestra plaza Conrado Villegas, siempre una, fue sin embargo muchas plazas.
La de mi primera infancia tenía el centro de carbonillas, la fuente del fauno que volcaba agua desde su ánfora, las estatuas de las cuatro estaciones en cada una de las esquinas, los caminos interiores de tierra, los bancos de piedra metidos debajo de una suerte de pérgolas de follaje tupido, que los hacía un perfecto escondite para los enamorados, los árboles altos, una vegetación más agreste que la de hoy.
Y tenía ese olor a tierra mojada que se pegaba a la nariz como un bálsamo delicioso, porque cuando la sequía castigaba nuestra zona, los camiones regadores entraban a la plaza y la convertían en un oasis en medio del desierto.
Después, en la plaza de mi adolescencia y de mi juventud, el espacio negro de carbonillas alojó un enorme, altísimo y horrible macetón de ladrillo esmaltado que hacía de mástil, del que pendían por todos lados uñas de gato, una suculenta no demasiado ornamental. Sus paredes perpendiculares al suelo, sirvieron como piedra de escalamiento y muchas narices terminaron estrelladas contra el piso, ahora de baldosas. La fuente dejó de alojar agua para convertirse en un rosedal y el fauno se quedó con su ánfora inclinada e inútil.
Pero faltaban todavía muchas modificaciones cuando le llegó el turno a la estatua del General Villegas, obra del escultor Perlotti y desde entonces el centro muestra su embaldosado blanco y a un costado en actitud severa, el militar que le dio nombre a nuestro partido y a nuestra ciudad, mira hacia el desierto apoyado en la cabeza de un toro que simboliza su seudónimo: “El Toro Villegas”
Los banquitos de piedra perdieron sus techos vegetales, los caminos interiores se embaldosaron de acuerdo a la categoría de ciudad que nuestro pueblo iba alcanzando y un renuevo del pino de San Lorenzo llegó para crecer en uno de los canteros.
La evolución de las plazas son una muestra en pequeño del desarrollo del lugar y de la población en su conjunto, son la historia convertida centro y eje de la comunidad.
Hoy hemos recuperado la fuente, que se ha enriquecido con hermosas y saltarinas columnas de agua que se alzan rompiéndose en mil colores, aunque se ha desalojado al fauno, que continúa terco intentando cumplir su fallida función desde otro sitio, y por ahí andan las cuatro estaciones, de las que casi nadie sabe el significado.
¿Cuál fue la mejor plaza?
La mejor plaza es la de nuestros recuerdos mejores y según avance el tiempo van a nacer otras diferentes para que las recuerden otras personas nuevas y distintas, que van a marchar al pulso de la época que les toque vivir.
*Raquel Piña de Fabregues tiene 87 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.