En una nueva entrega de Goyo, el Memorioso, Román Alustiza nos invita a viajar en el tiempo y revivir la historia de un personaje inolvidable de General Villegas: Juan Manuel Cabezas, un hombre cuya vida fue una película en sí misma, repleta de aventuras, anécdotas desopilantes y una personalidad tan generosa como transgresora.
Nacido en 1954, Juan fue hijo de José Cabezas y Berta, una familia muy conocida en la ciudad. José, un personaje en sí mismo, y Berta, una verdadera gladiadora, criaron a sus tres hijos: José Luis –el Negro–, Juan y León. La infancia de Juan transcurrió entre los afectos familiares y el trabajo en la tradicional Panamericana, un negocio emblemático de Villegas donde las vidrieras atraían a todos los vecinos.
Cursó la primaria en su ciudad natal y, aunque no terminó la secundaria, fue siempre un gran lector, curioso, inquieto y creativo. Su inteligencia se reflejaba no solo en su mirada crítica y su forma de entender el mundo, sino también en las ideas brillantes que supo materializar a lo largo de su vida.
Fue un pionero en el mundo comercial local. Primero se destacó con la recordada heladería Gran Plaza, ubicada frente a la plaza, cerca de la comisaría, donde el helado de dulce de leche era el favorito de todos. Sin embargo, Juan prefería el chocolate con almendras que preparaba su hermano José Luis, del que decía que nunca había probado uno igual.
Más tarde incursionó en el mundo de la gastronomía con Pastas Guayaquil, un emprendimiento exitoso que marcó una época. Con el concepto de «elaboración a la vista», y acompañado por amigos como Hugo Moreira y Eduardo Traversaro, Juan conquistó el paladar de Villegas. Su carisma y su vocación de servicio hicieron que sus locales siempre tuvieran una concurrencia extraordinaria.
Pero la inquietud y el deseo de nuevas experiencias lo llevaron a tomar una decisión que cambiaría su destino: tras un viaje de vacaciones a México, decidió mudarse a Cabo San Lucas, en la península de Baja California, para abrir una heladería. Allí vivió una etapa soñada, aunque breve, que terminó cuando la falta de papeles en regla y la nostalgia por su ciudad lo empujaron a volver. Antes de marcharse, en un acto de generosidad pocas veces visto, dejó todas las máquinas y el negocio de pastas funcionando para sus amigos, pidiendo apenas una suma simbólica a modo de cierre.
Su regreso a Buenos Aires marcó otro giro en su vida. Por decisión propia, se alejó de todo y eligió vivir en la calle. Sus conocidos empezaron a verlo deambular por distintas zonas de la ciudad: Constitución, Flores, Plaza Italia. La desesperación de su madre Berta, que viajó una y otra vez para buscarlo, quedó plasmada en una de las escenas más emotivas: fue en el Jardín Botánico, donde después de meses lo encontró sentado, con sus infaltables zapatillas blancas y su camisa verde. Juan no daba explicaciones, simplemente seguía sus impulsos, fiel a su espíritu libre.
De regreso en Villegas, pasó un tiempo en Los Toldos, en la parroquia donde un viejo conocido, el padre Rossell, lo recibió. Luego volvió definitivamente a su hogar, donde durante meses no quiso salir. Recién con el tiempo recuperó algo de su vida social, y volvió a los bares, a los clubes y a las reuniones con amigos.
Juan no sólo fue un comerciante singular. Fue también un personaje fascinante, un hombre que acumuló anécdotas para llenar varias novelas. Desde pescar ranas en plena madrugada y guardarlas en la bañera de su casa para luego preparar exquisitas milanesas, hasta rendirle homenaje en el cementerio de Villegas a Danilo Caravera, el protagonista de “Boquitas Pintadas” de Manuel Puig, en una noche helada que terminó a las carcajadas.
Tenía un don especial para las ocurrencias desopilantes. En otra oportunidad, tras una noche agitada, se subió a un avión privado junto a dos pilotos para llegar a Mendoza e intentar cruzar a Chile a ver un recital de Sting. En alpargatas, sin calzado adecuado para entrar al casino, negoció los zapatos del taxista para jugar unas fichas. Terminó perdiendo casi todo, pero nunca el buen humor.
El vínculo con sus amigos fue una constante, pero también sufrió altibajos. Román recuerda cómo la relación se resintió cuando las salidas sin horario se volvieron insostenibles para su vida familiar. Juan, fiel a sí mismo, no lo entendió. La distancia se mantuvo por años, hasta que la noticia de su enfermedad llevó a Román a buscar una reconciliación. El encuentro fue breve pero profundo: “Sigue todo igual, nos encontraremos allá arriba y ahí hablaremos”, le dijo Juan con una serenidad conmovedora.
En 2022, Juan Manuel Cabezas falleció, pero su recuerdo permanece intacto en quienes compartieron su camino. Su vida, tan llena de matices, sigue inspirando sonrisas, recuerdos y nostalgias.
Quizá, como dijo Román, algún día se reencuentren “allá arriba” y sigan conversando de la vida, de la amistad, de esos momentos que, una vez vividos, se convierten en eternos.