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jueves, septiembre 26, 2024

CINE EN CASA: La fascinación del terror (parte 1)

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Después de leer la nueva columna «CINE EN CASA», de Federico Fornasari, no vas a poder pegar un ojo. ¿Por qué? Porque la cartelera es de tres películas de terror. Dos de ellas son clásicos, de esos filmes que marcan a toda una generación y hacen historia: «El bebé de Rosemary» y «El exorcista». La otra es contemporánea, de un joven pero prometedor director, y se llama «Hereditary». ¡A juntar coraje y a disfrutar del mejor cine!

Las personas a las que realmente les gusta el fútbol no ven partidos cada cuatro años, en los mundiales. Pasan por la canchita del cura o cualquier terreno y se quedan mirando el picado para ver quién la mueve y quién no.

El apasionado del cine tiene una relación similar con el terror. Aquel encandilado por las imágenes en movimiento se prende, incondicional, ante un lento monstruo que se arrastra o una sombra que aparece amenazante; aunque luego deba dormir con la luz prendida, pispear cada tanto debajo de la cama o taparse con una frazada hasta la nuca.

Una solución que no da resultado para evitar el insomnio y las palpitaciones provocadas por la incomodidad que imponen estas películas, es pensar en la gran frase de Clive Barker: “No hay nada como el terror, mientras sea el de los demás”. Dicho escritor la tuvo clara, ya que aludió a los misterios de nuestra parte oscura o a todo aquello que nos cuesta aceptar. A ese lugar que podemos reconocer en otros pero negamos en nosotros.

Si bien da cierta tranquilidad que los personajes del cine de terror se encarguen de “actuar” nuestros miedos, Barker, en realidad, con esa afirmación aumenta la boleta de luz y las prescripciones de sedantes. Nos guste o no, el horror es parte de nuestro entorno real, de nuestra cultura y de nuestras vidas. Las guerras, la pandemia que estamos padeciendo y hasta un vecino que nos puede desequilibrar, advierten que se encuentra en lo cotidiano o a la vuelta de la esquina.

El cine de terror es, tal vez, junto al western, el de acción o policial y el cine de gángsters, uno de los verdaderos “géneros populares” del séptimo arte. Sus estructuras lograron ser plenamente aceptadas por la conciencia humana, ganando así un reconocimiento inmediato (pensemos nuevamente en John Ford, en «Contacto en Francia», de William Friedkin, o en la saga de «El Padrino», de Francis Ford Coppola, atiborrados de premios, éxitos de taquillas, posiciones de influencia o grandes comentarios).

Al terror le ha costado más, tanto en el terreno estético como en el campo intelectual –no comercial- gozar de prestigio. Una mirada apresurada y poco equitativa lo colocaba (incluso hoy) en una posición menor, en una trascendencia que no excedía lo de “status” pasatista que unificaba las supuestas conductas enfermizas de ciertos directores con el perfil bizarro de los espectadores que elegían o eligen ver dichos filmes como una actividad febril, mesiánica, casi clandestina.

A lo mejor las películas de terror no provocan miedo, sino que lo liberan, y esa puede ser una de las miles de cuestiones de su particular atractivo o fanatismo.

En cualquier caso, nos gustaría creer que ello se debe a que el terror trata sobre “lo otro”, como dijimos, aunque también sobre lo extraño, sobre el “adentro y el afuera”, sobre lo que muchas veces no se puede entender racionalmente. También, como otra forma de sublimar temores personales conectados a esa sensación en que algo habita en lo desconocido o en las polémicas trincheras que tratan de combatir el ateísmo más extremo para luchar contra el Mal.

Puede que no sea miedo lo que los académicos sientan cuando se refieren al terror y lo critican, sino indiferencia, probablemente porque resulta inexplicable. Acaso, dijo alguien, la falta de explicación es, después de todo, el elemento esencial y encantador del género. No hay que dar vueltas. Sólo disfrutarlo -o padecerlo-.

El terror tiene tantas aristas, tantas capas de lecturas y tantas perspectivas en su abordaje, que muchas veces se lo utiliza como sinónimo de horror. ¿Es lo mismo? ¿Pertenecen ambos como subgéneros hermanos de un gran género como el “fantástico”?  Algunos lo diferencian a partir de la sensación que generan en el receptor: el terror provocaría miedo y angustia, y el horror: repugnancia y dolor.

Igual en esto hay que ser claros, aun a riesgos de ser simplistas (después de todo, dichas sensaciones bien pueden entrecruzarse): obras maestras como «La Cosa», de John Carpenter, se inscribiría de lleno en el terror, mientras que «La Mosca» (versión David Cronenberg), pertenecería al más puro horror. El “espíritu” de frontera en estos temas es ciertamente confuso y, lógicamente, no pasa de ser una abstracción que facilita el análisis, pero no por eso deja de revestir interés.

Como se puede apreciar, la temática daría para largo, por eso creo que no es errónea la idea de dedicarle al tema más de una columna. En principio podrían ser dos; veremos hasta donde se llega. Capaz nos queda una especie de «Necronomicón» bonaerense donde dejamos asentado un buen panorama de la historia del género. Películas de terror hay de todo tipo y para todos los gustos.

Precisamente, la cartelera de «CINE EN CASA» propone en esta oportunidad acercarse puntualmente a tres joyas que tocaron el timbre del áspero camino en el terror demoníaco; ahí donde Satán y sus acólitos entran sin permiso para comprar el alma de la gente y alertan a los peatones que la tendrán complicada si no obedecen las reglas de las posesiones diabólicas.

En primer lugar, se debe rebobinar hasta fines de las década del 60 y principios de los 70.  De allí egresaron dos películas esenciales; que no sólo establecieron el meteórico ascenso del terror en el ámbito del cine sino que marcaron el inicio del género en la era moderna.

En 1968, la soberbia adaptación de la novela homónima de Ira Levin que efectuó Roman Polanski con «El bebé de Rosemary», aterrorizó el mundo gracias al inaudito tratamiento del espacio en su puesta en escena. Los planos tomados desde las habitaciones contiguas a aquellas en la que se encuentran los personajes, encuadrados a través de los marcos de las puertas, aumentaban lo inexplicable de una cinta magistral que excedía la mirada particular y deconstruía la idea del miedo bajo una interpretación apoyada en los sismos de la misma sociedad.

Efectivamente, este filme potenció la histeria que el mundo estaba viviendo en las calles (recordemos el terremoto social y contracultural de esos tiempos que cambió el modo de vida de la gente). Se trata de una película infinita (cada visionado ofrece detalles increíbles y temores subrepticios), inaugural (inicia algo así como el terror satánico familiar o vecinal) y premonitoria (por todo lo que sucedería luego, tanto en la vida personal de Polanski como en el cine de terror de los años 70).

El crítico inglés Robin Wood, en este punto, refirió acertadamente que Vietnam resultó uno de los tantos elementos fundamentales para entender el cine norteamericano de ese entonces y la asombrosa evolución del cine de terror de la década del 70, configurado bajo un tono crispado, amargo y violento.

Desde la gigantesca boca del Dakota neoyorkino, las baldosas rotas, el armario mal colocado en el inminente departamento de la feliz pareja, los tremendos contrapicados y el laberinto que culmina con el ojo de Mía Farrow en la cerradura de la puerta que da a la casa del infierno, Polanski dice que el clima malsano creado por su mirada nada complaciente es el verdadero anagrama, generado por el ambiente contestatario que arreciaba en todos lados.

Pocos años después, William Peter Blatty, autor de la novela «El exorcista», decidió llevarla al cine. La obsesión por la veracidad de su ficción (consultó libros, archivos de supuestos exorcismos reales y a jesuitas varios) pronto se correspondió con una multitud de horrorizados lectores que casi lo consideraron un documental sobre la posesión demoníaca y las dudas en el vínculo con Dios.

La elección del director recayó en el referido William Friedkin, cuya aguda percepción del mal, tanto humano como sobrenatural, permitió realizar, en 1973, un filme “mayor” y “de terror”. «El exorcista» hizo historia y potenció la resurrección del cine de terror que en los años 70 fueron pródigos en obras maestras.

Friedkin fue un poco más allá que Polanski al utilizar un horror explícito y aventurarse en el aspecto visual. Si bien el miedo en «El bebé de Rosemary» es causado porque aparentemente no sucede nada mientras el espectador sabe que ocurre algo siniestro, el temor en «El exorcista» es provocado por ese suspenso a la Polanski combinado con sangre y truculencia, un instrumento narrativo conocido como “gore”, que en aquellos años estaba relegado a películas de poca categoría pero que aquí es utilizado con maestría.

El “gore” –término de origen anglosajón- significa “visión de la sangre”, al igual que “splatter”, cuya traducción literal sería “salpicar o manchar”. Ambos artificios –nacidos a mediados de los años 60-, se enfocan en la violencia gráfica en extremo, en la idea de exhibir escenas grotescas o que requieran la necesidad de teatralizar las mutilaciones. Son parte de los famosos efectos especiales, y el uso o abuso dependerá de la pericia del director o la pretensión de la película.

No hace mucho, en 2018, influenciado por la temática y las formas utilizadas por los geniales Polanski y Friedkin en las películas señaladas, apareció un joven de sólo 32 años llamado Ari Aster. Nacido en los Estados Unidos, emigró a Londres con su familia y luego retornó a los 10 años de edad a Nueva York, donde comenzó a demostrar sus “peligrosas” obsesiones con el cine de horror. Luego de realizar varios cortometrajes muy perturbadores -que se pueden ver en youtube-, debutó ese año con la película «Hereditary», también conocida como «El legado del Diablo».

El joven Ari se mete de ello en las vivencias de una familia que comienza a ser perseguida por una entidad que desafía las leyes de la naturaleza, luego de la muerte de la abuela. ¿Así de sencillo? No, al contrario. El director cuenta la historia de un demonio o rey del infierno llamado Paimon, célebre protagonista de varios libros de magia negra, y la película es una especie de ritual que se dedica a invocarlo todo el tiempo.

La madre, encarnada por una brillante Toni Collete, se desespera cuando advierte que su parentela ofrece el cuerpo como anfitrión ideal de la “Bestia” insidiosa. Los detalles son sutiles: desmejoramientos físicos y anímicos, libros de brujería que dan pistas, aparición de singulares fotografías familiares, escrituras casi ocultas en las paredes y chucherías engañosas. Todo merece atención. El cuento se presenta con pulso ágil, es de tránsito lento y digestión trabajosa pero notable. Ari Aster se convierte, al menos con esta obra, en un potencial heredero de Polanski y Friedkin.

Como se refirió en la primera columna al hablar del western, hay que escapar de las críticas que “spoilean” y cuentan demasiado. El tono de las columnas será el apuntado: señalar los filmes y poner el acento en lo que creo más destacado. Avivar un poco el fuego. En este caso, con los tres filmes indicados, el fuego que corresponde arda más intensamente es el del infierno. Nada menos.

Son tres películas que exhiben con brillo el horror “intramuros”. Es miedo que ingresa sin filtros a la confortabilidad del hogar. Un horror de interiores, en el que apenas se puede salir al patio. Capaz, en la próxima entrega nos metemos con el horror rural, el de los espacios abiertos, eso del “Folk Horror”, ya veremos. Por lo pronto es obligatorio insistir en esta especie de trilogía y, sean creyentes o no, traten de verla con un crucifijo en las manos. Eso sí, tengan mucho cuidado de no darlo vuelta al aferrarlo.

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