La ruta 33 (¿o debo decir La zanja de Alsina?), que une Bahía Blanca con la ciudad de Rosario, fue trazada en gran parte precisamente sobre aquel límite histórico que separaba las tierras conquistadas de la pampa abierta hacia el enigmático sur, partiendo en dos a la provincia de Buenos Aires.
Los resultados de la decisión de elegir la zanja como ruta nacional, que en principio debe haber tenido motivos fundados, a lo largo del tiempo se convirtió en un problema clásico y crónico para los habitantes de la región, ya que los campos quedaron mucho más altos que el camino y las lluvias se volcaban en él como en un río haciéndolo intransitable.
No hay que olvidar que aquellas carreteras eran de tierra, no había asfalto y no lo hubo hasta que se comenzó la pavimentación del primer tramo en 1957 y la obra duró diez largos años.
Lo cierto es que los viajes, por necesidad o placer, dependían del estado del tiempo y la cosa era totalmente al azar, sin pronósticos minuto a minuto y en la total incertidumbre de lo que se podía encontrar a medida que se avanzaba.
La peor expectativa se presentaba yendo hacia el sur por la calidad de la tierra, que producía un barro gredoso que se pegaba como laca.
¿Un bache? Casi era un entretenimiento. Las lagunas que se formaban abarcaban todo el ancho de la ruta y en ocasiones no se les veía el final. Y para esto no hacía falta ninguna inundación. Fuera de ese lugar, con precipitaciones normales, el resto no tenía problemas. Pero allí en medio de la nada, porque las poblaciones estaban muy alejadas una de la otra, se corrían peligros reales que nos habíamos acostumbrado a salvar.
Esto lo sé muy bien porque en los años 40/50, mis tíos Sampedro vivían en Coronel Suárez y por esa razón fuimos en algunas ocasiones de vacaciones a Sierra de la Ventana y de vuelta los visitábamos a ellos.
En el verano de mi historia yo tendría unos doce años y mi hermana Helena catorce. Después de haber pasado unos días preciosos en el Hotel Golf volvíamos a Villegas.
La noche anterior a la partida llovió sin pausa y el hotelero nos aconsejó salir de inmediato porque la ruta se partía en dos en forma longitudinal.
La travesía hasta Coronel Suárez fue una agonía, casi colgados en el fondo de un lodazal, porque a ambos lados los campos eran como barrancas.
En Suárez no nos quedamos más que el tiempo necesario para recoger a mi abuela Carmen que vivía con nosotros y salimos con el Dios en la boca.
Apenas habíamos hecho algunas leguas cuando nos cortó el paso una enorme laguna que parecía no tener fin y allí quedamos sin saber qué hacer.
De frente a nosotros y en sentido contrario, venía un auto a paso de hombre, mientras un muchacho metido en el agua hasta la cintura le iba señalando el camino al que conducía el vehículo.
Cuando llegaron hasta nosotros, el que venía caminando, con fuerte acento español nos dijo: “Si yo cuento en mi tierra que he nadao en una carretera no me lo van a poder creer”. A lo que el otro agregó: “Y pensar que vamos al pueblito siguiente por un solo cliente, que seguro nos va a decir: Muchachos, esta vez no necesito nada”.
Cuando pretendimos avanzar con nuestro Chevrolet color beige con banditas coloradas, las ruedas se negaban a salir del barro y giraban locas salpicando para todos lados pero firmes en su propósito de quedarse allí.
La cosa se puso dramática cuando el sol empezó a convertirse en una enorme moneda rojiza contra el horizonte plano y justo cuando nos resignábamos a pasar allí la noche, en medio de la luz crepuscular emergió un sulky que conducía un émulo de Santos Vega. Bombachas de campo, sombrero con el ala levantada, pañuelito al cuello y una buena barba.
En principio sentimos una mezcla de alivio y sospechas, pero cuando ese personaje se presentó resultó ser el dueño de una estancia de la zona que todas las tardes salía a revisar por si había alguien atascado.
Nos dijo que esperáramos un rato y muy poco después un enorme jeep con ruedas especiales nos sacó y por dentro de los campos nos llevó a la estancia.
Esa noche todos cenamos y dormimos allí bajo la protección de esa familia excepcional de la que terminamos siendo muy amigos.
A la mañana siguiente quedaba resolver cómo llegábamos a Villegas, teniendo en cuenta que además estaba racionada la nafta y a mi padre se le habían terminado los bonos.
Otra vez nos salvó la buena voluntad de este señor que nos ofreció bonos de los suyos y nos sacó a la parte seca de la ruta abriendo tranqueras por los campos vecinos.
Años más tarde recibimos la triste noticia de que su hijita, una belleza dulce y transparente que entonces tendría unos cuatro años, había muerto de leucemia. Algo que sentimos como muy injusto.
A veces la vida te da la oportunidad de ver la parte buena del género humano y a esos instantes de maravillosa bondad hay que registrarlos para siempre en el corazón.
*Raquel Piña de Fabregues tiene 86 años. Es docente jubilada, escritora, trabajó como periodista y tiene varias ocupaciones como madre, abuela y bisabuela. Escribe desde que lee y aún lo sigue haciendo. Durante algunos años, fue columnista del programa de radio de su hija Celina, con sus Historias de Mamá, que se vieron interrumpidas por una caída y el estrés que eso significó en medio de la pandemia. Este es otro de esos textos de sus tantas historias.