De General Villegas a Chicago. De los patios escolares a las pistas internacionales. La historia de Jesica Arfenoni es la de una mujer que convirtió una pasión en un proyecto de vida. A fuerza de talento, trabajo, entrega y sensibilidad, llegó a lo más alto del mundo del tango. Hoy, con un título de campeona mundial sobre sus hombros, vive en Estados Unidos, donde sigue enseñando y difundiendo la danza que la enamoró en Buenos Aires y la llevó a recorrer el planeta.
Jesica nació y se crió en Villegas. Cursó su secundaria en la Escuela Nacional, donde compartió aula con nombres que aún resuenan en la comunidad: Guillermina Chiesa, Diana Torres, Soledad Ullúa, Daniel Corpus, Santiago Cabrera y Cecilia Olivares, entre otros. De aquellos años recuerda no solo las amistades, sino también las primeras experiencias en la danza. Desde muy chica integró el cuerpo de baile folklórico que dirigía José Luis Cruz. Fue allí donde dio sus primeros pasos artísticos, antes de que el tango se cruzara en su camino.
Al terminar el secundario, como muchos jóvenes villeguenses, partió rumbo a Buenos Aires para comenzar sus estudios universitarios. Su elección fue la carrera de Diseño Gráfico en la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Pero la gran ciudad no le resultó sencilla. El desarraigo, la rutina intensa y la falta de vínculos afectivos hicieron que buscara algo que la conectara con sus emociones. Y ese algo fue el tango.
El reencuentro con la danza
La Universidad ofrecía talleres extracurriculares y uno de ellos era de tango. Jesica se inscribió sin imaginar que ese paso, aparentemente pequeño, iba a cambiarle la vida. En esas clases descubrió un mundo completamente nuevo. A diferencia de lo que imaginaba, el tango no era solo para adultos mayores o para turistas. Había jóvenes, y muchos, que bailaban con una pasión y un nivel técnico altísimo.
“Me enamoré del tango. Me enganché muy rápido. Fue una revelación”, cuenta. En poco tiempo, las clases semanales se convirtieron en una obsesión. Buscó milongas, empezó a asistir a las prácticas, y se anotó en talleres y cursos con bailarines reconocidos. Quería aprender todo lo que pudiera.
Los primeros pasos en Buenos Aires
La primera milonga a la que asistió fue la Glorieta de Belgrano, un espacio público y gratuito, ideal para quienes daban sus primeros pasos. Iba con frecuencia, aun sin dinero, solo con ganas de bailar. Allí conoció a otras personas que compartían su entusiasmo. “Era un ambiente muy generoso. Aprendí muchísimo mirando, imitando, escuchando consejos”, dice.
Para poder seguir formándose, comenzó a trabajar como recepcionista en un estudio de danza. A cambio de su tarea, le permitían tomar clases. Fue así como accedió a entrenamientos con grandes maestros, incluidos varios campeones mundiales. A pesar de que su nivel era todavía básico, su compromiso y actitud destacaban. “Tenía muchas ganas de aprender, y eso se nota. Me fui ganando el respeto”, señala.
Portugal, el primer gran salto
La oportunidad de trabajar en el exterior llegó antes de lo previsto. Una escuela de danza de Lisboa la convocó para enseñar durante tres meses. Aceptó el desafío con algo de temor, pero convencida de que debía intentarlo. “No hablaba portugués, me sentía insegura, pero sabía que era una oportunidad única”, cuenta. En Portugal, además de enseñar, participó en festivales, milongas y seminarios. Volvió transformada.
Esa experiencia marcó un antes y un después. Ya no había dudas: quería vivir del tango. A partir de entonces, comenzó a recibir convocatorias para dar clases en distintos países. Brasil fue uno de los destinos más frecuentes. También recorrió España, Alemania, Italia, Estados Unidos. Siempre con contratos temporales que la obligaban a adaptarse, aprender y crecer.
Una carrera construida con esfuerzo
A diferencia de otros bailarines que se forman desde la infancia, Jesica construyó su carrera desde cero, ya en su juventud. “Mi camino fue distinto. No vengo de una familia de artistas ni de la elite del tango. Lo mío fue muy de abajo, con mucho esfuerzo”, asegura. Eso, lejos de desmotivarla, se convirtió en un motor.
En sus años de formación, entrenó con bailarines de alto nivel, lo que la impulsó a mejorar constantemente. Muchos de sus compañeros tenían más experiencia, lo cual la obligaba a estar a la altura. “Siempre estuve rodeada de gente que sabía más que yo. Eso fue clave para mi crecimiento”, afirma.
La consagración en el Mundial de Tango
En 2013, Jesica participó del Mundial de Tango de Buenos Aires junto a Maximiliano Cristiani. Competían en la categoría Tango de Pista, la más tradicional. Era su tercera participación, pero esta vez llegaron más preparados que nunca. La competencia fue dura, con parejas de altísimo nivel de todo el mundo. Sin embargo, su conexión, técnica y musicalidad cautivaron al jurado. Ganaron el primer puesto.
“El día que ganamos fue increíble. No lo podíamos creer. Nosotros queríamos competir en la categoría de escenario, pero decidimos cambiar. Fue una sorpresa total”, recuerda. Ese triunfo la catapultó a la escena internacional. Su nombre comenzó a sonar con fuerza. Viajó aún más. Dio seminarios, formó alumnos, y representó al tango argentino en los cinco continentes.
Una vida marcada por el tango, la maternidad y los nuevos desafíos
Después de haber conquistado el título en el Mundial de Tango, la vida de Jesica Arfenoni cambió de manera vertiginosa. “Se nos abrieron muchas puertas, nos ofrecieron mucho trabajo, nos salieron muchas giras. Para mi gusto fue demasiado. El trabajo se volvió muy intenso”, reconoce. La ilusión de viajar por el mundo con el tango se materializó, pero el precio fue alto.
La realidad de las giras, lejos del glamour, incluía un ritmo frenético. “Mucha gente piensa que es fácil, que uno va de país en país y todo es disfrute. Pero no, tiene su parte linda y su parte fea. Estábamos una semana, a veces solo un día, en cada ciudad. El cambio de horario te mataba.” De Europa a Rusia, de Asia a Estados Unidos, el cuerpo lo sentía. “Teníamos hasta doce horas de diferencia. Dormir, comer, todo se volvió difícil.”
Durante dos años mantuvo ese ritmo, hasta que un episodio en Filipinas marcó un antes y un después. “Llegué, dormí un poco, me levanté pensando que era de día, me preparé para ir a dar clase… y cuando salgo del hotel, era de noche. Había dormido solo dos horas. Ahí dije basta. No sabía ni dónde estaba.”
Fue entonces cuando decidió parar. “También tenía ese deseo de ser mamá, de formar una familia. Me cansé de esa rutina.” La decisión fue acompañada por su embarazo. “Igual, bailé hasta los ocho meses. La última gira fue en Estados Unidos, ya de ocho meses.”
Cambios, decisiones y una nueva vida
A la par de ese freno, apareció otro capítulo fundamental en su historia: el amor. “Conocí a mi pareja en una gira, y de todos los lugares donde estuve, a mí siempre me gustaron mucho los Estados Unidos. Empezamos a pensar en dónde nos gustaría vivir y yo sentía que acá era diferente. Europa me encanta para viajar, pero no para vivir.”
Su pareja de entonces no era del ambiente del tango. “Es médico, baila tango por hobby”, dice con una sonrisa. Y aunque Maxi, su compañero de pista de toda la vida, no compartía el mismo entusiasmo por Estados Unidos, el vínculo entre ellos sigue firme. “Él sigue viajando. Nos encontramos bastante seguido. Cuando viene a Chicago, trabajamos juntos.”
Una vida entre la danza y la familia
Desde hace más de una década, Jesica vive en Chicago, donde formó una familia. Está casada, tiene hijos y ha sabido combinar su rol como madre con su vocación. En el sótano de su casa montó su propio estudio de danza. Allí da clases privadas, entrena a bailarinas que compiten en distintos niveles, y mantiene viva su conexión con el tango.
Adaptarse no fue sencillo. “No hablaba bien inglés y hacer amigos acá es difícil. Como en Argentina, no. Tengo amigos latinos, pero con los americanos es diferente. Los quiero, convivimos, pero no es lo mismo. Llegué a fines de 2014. En ese momento conocí al papá de mi hijo, un argentino. Después me separé y me casé con un colombiano. Ya llevo siete años de casada.”
Su rutina está organizada en función de los horarios escolares de sus hijos. Mientras ellos están en clase, ella trabaja con sus alumnas. Por las tardes, es tiempo de familia. También organiza milongas y encuentros comunitarios, donde el tango sigue siendo puente, idioma y refugio.
Un nuevo rol sobre el escenario… y fuera de él
Aunque dejó las competencias, una espina quedó. “Me gustaría competir en la categoría escenario, pero creo que no. Ya está, me bajo del cuarto ahora”, dice entre risas. “El escenario tiene mucha dificultad, no es para cualquiera.”
El vínculo con el tango se mantiene firme desde otro lugar. “Me encanta ver a las nuevas generaciones. En Estados Unidos hay muchísimos rusos y americanos que aman el tango. Lo escuchan todo el tiempo, lo viven. En Chicago hay tango todos los días.”
Italia sigue siendo un lugar especial en su corazón. “Allá se vive con pasión. Tenemos tanto de italianos los argentinos. En cambio, los americanos son culturalmente muy distintos, pero igual se enamoran del tango.”
Después de haber tocado la cima, el desafío pasó por otro lado. “Enseñar es un desafío constante. Cada alumno te trae algo nuevo. Te hace pensar, te hace crecer. Y acá en Chicago, al tener que dar clases sola, aprendí también el rol del líder. Fue difícil, pero sigo aprendiendo todos los días.”
El éxito dejó enseñanzas profundas. “Lo más importante fue aprender a escucharme. Yo sabía que quería bailar, y que ese era mi camino. Pero no es fácil. Hay que entrenar, esforzarse. No es que sos bailarina y ya está. Entrenamos todo el tiempo.”
Una rutina entre clases, costura y maternidad
Su día comienza temprano. “Llevo a los chicos a la escuela y doy clases mientras ellos están. De nueve a tres o cuatro de la tarde. Después los busco, tienen actividades, y cuando se duermen, coso.”
La costura nació en pandemia. “Durante dos años sin trabajar, empecé a hacer ropa para mí. Una amiga me pidió una prenda, y ahí empezó todo. Cuando volvió el tango, me empezó a ir muy bien. En Chicago no había ropa de baile. Así nació Pintusa Tango Clothes.”
Hoy, la marca está registrada y crece poco a poco. “Lo hago cuando tengo tiempo. Me gusta, es mi momento. Una celebración personal.”
Sus hijos, Oliver y Benicio, ya tienen contacto con el tango. “Les gusta, pero les da vergüenza. El más grande baila muy bien, pero no quiere hacerlo frente a otros. Es típico de la edad.”
La historia de Jesica es la de una artista que supo reinventarse, que eligió seguir sus propios tiempos, sin abandonar nunca su pasión. El tango, como en sus mejores coreografías, sigue marcando el ritmo de su vida, pero hoy lo hace al compás de los sueños compartidos, los afectos y la maternidad.